BOLSILIVRO-NEIL ABNER-LUNA DE SANGUE

1. a edición: febrero 1985
Esta edición es propiedad de Editorial Delta, S.A.
Paseo de Gracia, 88, planta 5. a 08008 Barcelona.
Texto: Neil Abner
© Cubierta: Ballestar - Ag. Norma
ISBN: 84-7598-076-7
Depósito Legal: B-2368-1985
Fotocomposición: T.G.S.
Luis Millet, 69. Esplugas (Barcelona)
Impresión: T.G. Soler, S.A.
Enric Morera, 15. Esplugas (Barcelona)
Printed in Spain - Impreso en España, febrero 1985
Las situaciones y personajes de esta novela son ficticios. Todo
parecido con la realidad es mera coincidencia.
1
Me recosté cómodamente en mi sillón adaptable, puse los pie
encima de la mesa y me dediqué a contemplar las verdes praderas
de la Luna.
Hace doscientos años, en pleno siglo xx, nadie habría podido
soñar con el idílico paisaje que se extendía ante mis ojos, más allá
de la ventana de mi despacho, pero es que hace doscientos años
todavía se creía que éramos el centro del Universo.
Sí, claro. Siempre ha habido visionarios esperanzados y
soñadores utópicos que juraban y perjuraban la existencia de otr seres y otras culturas en ese infinito vacío negro que llamábamos
espacio y que ni siquiera habíamos podido calibrar en toda su
extensión. Pero nunca se les hizo verdadero caso. Al final,
resultaron ser profetas en su tierra. Y nunca mejor empleada la
expresión.
Ahoraciento cincuenta años después del famoso «primer
contacto», ya habíamos dejado, definitivamente, de mirarnos el
ombligo. Echar un vistazo a las estrellas era mucho más
apasionante e instructivo. Resultaba que nuestra propigalaxia, sin
ir más lej, hervía de vida alienígena a cual más exótica e increíble.
En algunos planetas, las moléculas seguían intentando unirse con
alguna coherencia, pero en otros hacía muchos miles de años que
sus Einsteins particulares habían expuesto su peculiar versión de la
relatividad. Tantos miles de añ, que ni siquiera estaba registrado
en sus documentos más antiguos.
Al principio, los terrestres —ingenuos y orgulsos, al mismo
tiempo—, creíamos que nos abrían las puertas de lo desconocido que lo inalcanzable estaba a punto de ser asido por nuestras manos,
pero las distintas razas que llevaban varios cientos de años vaga-
bundeando por la galaxia no parecieron estar muy de acuerdo. Al
fin y al cabo, éramos unos niños de teta, unos recién llegados a la
munidinterespacial y no merecíamos más que ser
considerados como el hermanito pequeño y tarado de la familia.
Políticos  y  militares,  que  se  habían  preparado con-
cienzudamente para representar a nuestro planeta ante el resto de
sistemas estelares, tuvieron que ser congelados esperando una
mejor ocasión. Antes, debíamos ser presentados en sociedad y ser
admitidos por ella, tras demostrar que no éramos indeseables. Las
observaciones realizadas por los extraterrestres desde el cielo, a
todo lo largo de nuestra historia, no nos favorecían en nada.
Nuestra imagen necesitaba un buen lavado si queríamos ganar unas
elecciones intergalácticas: belicismo, división interna, egoísmo,
explotación irracional y suicida de nuestro mundo... En fin, unas
credenciales desastrosas. « ¿Viajeestelares?» comentaron un poco
extrañados, «quizá dentro de unos pocos cientos de años. Nada, una
nimiedad».
El argumento de los extraterrestres era simple: « ¿Por qué
debían pasearnos por unos cuantos billones de parsecs, visitando
los planetas-madre de uno en uno?» Era mucho más fácil que los
representantes de dichos planetas, según sus intereses y
conveniencias, confluyesen en nuestro apartado sistema solar. Y,
bien mirado, no les faltaba razón.
Así que nos ayudaron a terraformar la Luna para convertirla en
una gigantesca estación de tránsito, vía Tierra. Cerraron y
acondicionaron los mares y cráteres más importantes, cubriéndolos
con cúpulas e inundándolos de extravagante maquinaria. Primero,
se imponía una especie de cuarentena espacial para asegurarse que
no podrían verse afectados por un simple resfriado o una
complicada gonorrea, que soportarían nuestra presión y atmósfera,
o, en caso contrario, construir los ingenios y elementos necesarios
para conseguirlo. Una vez todo perfectamente medido, controlado y
equipado, podrían dedicarse a turistear cómoda y tranquilamente
por la Tierra. ¡Oh, sí! También celebrarían importantes ntrevistas,
conferencias y discusiones. Incluso, en algún caso, entablarían
negociaciones y firmarían tratados.
Y aquí estaba yo, Scott Larsen, al mando de las instalaciones
lunares en el Mar de la Serenidad. ¿Cuáles fueron mis méritos para
obtener semejante responsabilidad? Quizá los contaré en otro
momento, no me gusta ser vanidoso. Pero, digan lo que digan los
demás, creo que estoy aquí porque no encontraron a ningún otro lo
suficientemente loco como para aceptar el puesto.
De momento, podía relajarme. Acabábamos de enviar a una
especie de tiranosaurio pensante a la Tierra y pasarían alguno meses hasta que fuera despachado otro de nuestros ilustres
visitantes. Y no porque nuestras instalaciones no rebosaran de
rarezas, no, señor. En estos momentos, las cúpulas y departamentos
estaban bien servidos.
En primer lugar, en el Mar de las Lluvias, teníamos a los c’laak,
con su Reina-Madre al frente, una especie de enorme gusano de casi
cien metros de largo, cuyo único fin, al parecer, era poner un huevo
cada hora. Los llamamos, familiarmente, «hormiguitas», ya que su
apariencia es muy semejante a ese insecto, aunque de un tamaño
similar al humano. Cada uno de sus cuatro brazos y sus dos piernas
tienen dos articulaciones en lugar duna. Dan constantemente l impresión de que van a desmoronarse de un momento a otro. Cada
vez que nos cruzamos con uno, tenemos que reprimir el impulso de
sujetarle.
En el Mar de las Crisis estaban las «sirenas». No lo son exactamente, claroSólo tienen enormes manos y piel palmeado,
en lugar de cola. Mirando esas puntas de las extremidades,
cualquiera diría que son focas, pero mirando lo demás... En fin,
resumiré diciendo que, a pesar de ser el agua su medio natural, son
los más parecidos a nosotros. En especial, sus hembras. Su cuerpo y
su voz son absolutamente arrebatadores. A estas alturas, no dejo de
preguntarmsi Homero no sería algún viajero espacial caído en la
Tierra. Nadie habría podido expresar mejor que él las sensaciones
que teníamos los humanos ante su presencia. Desde que habían
llegado a la Luna, yo había rechazado doscientas treinta y siete
peticiones formales de casamiento presentadas por mis hombres.
Uno de los muchachos logró salvar todas las barreras, y, desespe-
rado por mi negativa, cuando se dio cuenta de que le era imposible
respirar agua, fue demasiado tarde. Apareció flotando en uno de los
tanques.
Los «estómagos» tienen un nombre original tan impronunciable,
como repugnante es su aspecto. Parecen el deshecho de un carnicería, un amasijo incongruente de órganos pecidos a
nuestros intestinos, en constante movimiento. Para poder
desplazarse, tienen que utilizar una prótesis en forma de 8 piernas
—o patas—, facilitadas por la raza que les descubrió. Quizá debido
a su forzosa inmovilidad, consiguieron la fama de ser unos de los
pensadores más profundos de la galaxia. No seré yo quien lo des-
mienta, pero...
Los jerk’s se han ganado a pulso su sobrenombre de «chistosos».
Quizás algún día se descubrirá cuál es su forma original, pero lo
dudo. Su estructura es tan fluida como la cera liquida y pueden
adoptar la forma o aspecto que quieren, y mantenerlo el tiempo que
haga falta. Su sentido del humor es innato y aborrecible. No parecen
tener otra motivación que divertirse, pero efalso. Cuando has
acabado de enjugarte las lágrimas producidas por sus bromas o
empieza a pasársete el enfado de una de ellas, puedes encontrarte
con que has comprado un asteroide perfectamente inútil, situadal
otro extremo de la galaxia, o con que has cedido tu cerebro y
prometido a entregarlo al día siguiente. Slos más temibles
comerciantes que puedas encontrarte y tuvieron mucha dificultad
para comprender ciertos vocablos terrestres. Entre ellos,
honestidad, escrúpulos, juego limpio...
Por último, en Clavius, colocamos a los gladios. Así, a secas. Sin
motes o apelativos cariñosos. Nadie se atrevía a sacarles uno. Si
ellos se enteraban, podían arrasar la Luna a sangre y fuego.
Básicamente humanoides, pero con el pelaje y la musculatura de un
gorila, más el instinto de un sanguinario doberman —con-
juntamente con sus colmillos—. Si en alguna siniestra pesadilla se
hubiesen apareado un tigre de Bengla con un lobo rabioso y el
resultado tuviera forma humana con algunas características físicas
de sus progenitores, el resultado sólo sería una pálida sombra de
los gladios.
Todavía estaba estremeciéndome sólo de pensar en ellos,
cuando sonó el videófono de mi mesa. Era mi secretaria, Ramona
Bianchetti.
—El doctor Marsh está aquí. Desea hablar con usted —anunció
con su voz más fría y profesional, parapetada tras sus gafas. Pocos
sabían que por la noche, y en circunstancias más, digamos,
«propicias», podía emplear un tono muy diferente, capaz fundir
los casquetes polares de la Tierra. Yo era uno de ellos,
naturalmente, pero por circunstancias absolutamente justificables.
Ramona no sólo era mi secretaria, sino mi «espía» particular, el
sabueso colocado hábilmente por los militares para asegurarse de
que nada de lo qpasase en la Luna, podría afectar la «soberanía
inviolable» de nuestro planeta. En caso contrario, tomarían las
«medidas pertinentes». Es decir, intentarían darme una patada e
el culo y ponerse al mando del complejo, que es lo que habían
deseado hacer desde el principio.
La había descubierto fácilmente, pero había dejado que siguiera
ocupando su sitio. Intentarían controlarme de unforma u otra, de
eso estaba seguro, y prefería tener controlado a mi controlador.
Incluso la había «tanteado» disimuladamente, pero su fidelidad al
Ejército era inconmovible. Así que me limitaba a hacerme el tonto y
disfrutar de sus nada sutiles intentos por sonsacarme toda clase de
información útil para sus jefes. Si estaba convencida de que sus
encantos eran irresistibles, ¿por qué sacarla de su error?...
— ¿Qué quiere ese cascarrabias? —pregunté, temiendo que mis
breves momentos de descanso se fueran al traste.
—No me lo ha dicho, pero ha insistido en que es urgente...
— ¡Claro, claro...! Para Thadeus todo es urgente. Lo más
probable es que se haya quedado sin puros...
La imagen de Ramona desapareció de la pantalla, para verse
sustituida por la del doctor Marsh. Estaba resoplando tan
furiosamente que, durante unos segundos, la pantalla se llenó del
humo del cigarro que llevaba anclado en la comisura de sus labios.
Tras manotear el aire varios instantes, escupió indignado:
— ¡Escucha, pedazo de idiota! ¡Tengo suficientes puros para
quemarte tu enorme trasero de chupatintas, así que no te hagas el
gracioso y abre esa maldita puerta! ¡Tenemos que hablar!
— ¿No podríamos dejarlo para mañana, Thadeus? —me atreví a
insinuar—. Acabo de despedir al embajador antilo y...
— ¡No, no podemos! —cortó Thadeus, vehemente—. Si no abres
tú la puerta, la abriré yo...
Y desapareció de la pantalla.
Pocos segundos después, entraba a toda velocidad, seguido por
su robot Toby. Yo sabía que el robot era quien habíabierto la
puerta. En principio, Toby sólo debía tener acceso a los datos
médicos y científicos de nuestro sistema central de computadoras,
pero Thadeus había podido convencer a algún ingeniero electrónico
de que ampliase su campo a otros bancos de datos. Nunca me h
preocupado, pero debía prestar más atención en el futuro. Si sabía
la mbinación de mi cerradura particular, era hora de frenarle un
poco.
Ramona apareció de nuevo en el videofono frotándose el brazo,
allí donde había recibido el empujón de Thadeus, y con cara de
disculpa.
—Lo..., lo siento, señor. No he podido evitarlo...
—No te preocupes. Si eso te consuela, yo tampoco.
¿Aviso a Seguridad...? —preguntó esperanzada.
— ¡Oh, no! No creo que haga falta. Si se ha tomado tantas
molestias quizá sea realmente importante, así que no te olvides de
grabar nuestra conversación y pasarle una copia a tu jefe...
Enrojeció hasta las orejas.
—Mi jefe es usted, señor Larsen.
— ¿Ah, sí...? —añadí, sonriente—. ¿Te ha despedido el general
Mac Pherson?
Fulminándome con la mirada, Ramona desconectó el aparato.
Entretanto, Thadeus se había sentado en el sillón situado frent a mi mesa, con visibles muestras de impaciencia. Antes de que
pudiera abrir la boca, el robot levantó una de sus zarpas metálicas
en un ademán de saludo, mientras espetaba con voz metálica:
— ¿Qué hay de nuevo, viejo?...
—Ahora, no, Toby —atajó Thadeus—. No molestes, tenemos
cosas importantes que discutir.
Thadeus me había contado que las pautas vocales de Toby
habían sido extraídas de cierto personaje de dibujos animados del
siglo xx. No cocía a ese personaje, pero Toby me caía simpático.
Intenté poner la peor cara de desconsuelo posible, pero no
surtió efecto en Thadeus. Entrecerró sus ojos y soltó:
—Tenemos un problema, muchacho...
— ¿Sólo uno...? —contraataqué—. Esto va mejorando. Creí que
estábamos hasta el cuello de ellos.
—Tenemos un problema grave... —aclaró el viejo doctor,
moviendo impacientemente el puro de un lado a otro de la boca. Las
puntas de su mostacho blanco estaban amarillentas por el humo y
la nicotina.
— ¿Sólo uno? —Repetí, sin aflojar un ápice—. Esto va
mejorando. Creí que estábamos...
— ¡Ya basta, muchacho! Deja las bromas para los «chistosos».
Hablo en se... —se detuvo de repente y me escudriñó
concienzudamente—. Oye, ¿no serás uno de esos graciosos que
siempre se pasan de listos, verdad...?
Levanté las manos, mostrándome descorazonado.
—  ¡Vaya!  ¡Me  descubrió,  doctor  Marsh!  —dije apesadumbrado—. El señor Larsen quería que no le molestasen y,
por si acaso alguien conseguía atravesar todas las barreras, me dejó
ocupar su puesto. En realidad se encuentra en sus habitaciones
privadas. Le sugiero que vaya allí si quiere hablar con él, yo volveré
con los míos...
Thadeus sonrió levemente y se volvió hacia su robot.
—Arráncale los brazos por prestarse a semejante juego, Toby.
Total, un multiforme siempre podrá reintegrarlos a su cuerpo
cuando deje de aparentar lo que no es...
Toby alargó una de sus zarpas metálicas hacia mí, abriéndola y
cerrándola con chasquidos amenazadores.
— ¡Está bien, está bien! —grité, apartándome—. Tú ganas,
Thadeus. Soy yo, tu muchacho...
El robot volvió a acercarse a mí.
— ¡Thadeus, dile a tu maldito robot que se esté quieto! —aullé,
mientras me retrepaba en mi sillón, intentandevitarle.
—Basta, Toby —ordenó, sonriente—. Creo que es de verdad el
cretino de Larsen.
Toby volvió a su posición, antes de levantar de nuevo su zarpa.
— ¿Qué hay de nuevo, viejo? —me saludó afablemente, como si
todo empezase de nuevo.
— ¡Escucha, loco estúpido! —estallé—. Si hubiera sido un jerk,
podrías haber provocado un incidente galáctico. ¡No está bien
arrancarle los brazos a un invitado de otro planeta que forma parte
de una representación diplomática!
— ¡Oh, sabía que no eras un «chistoso»! —respondió Thadeus,
moviendo la mano para restar importancia.
— ¿Ah, sí? ¿Cómo podías saberlo...? ¡No hay forma de
distinguirlos cuando...!
—Claro que la hay. Un «chistoso» no hubiera largado una
parrafada como la tuya sin colar un par de humoradas...
—Bueno, ya te has salido con la tuya. ¿Qué querías?
Thadeus aspiró una bocanada de aíre antes de proseguir y pasó
la palma de su mano por la cabeza. Supongo que la expresión
correcta hubiera sido que se «mesaba los cabellos», pero, dada la
abundante calvicie del viejo, habría sido un chiste de mal gusto;
sentía una especial sensibilidad por el tema y trataba con exquisito
cuidado las pocas hebras blancas que todavía cubrían sus sienes y
la parte posterior de su cráneo.
—La Reina de los c’laaks no ha puesto un huevo hace dos días...
—soltó, e la misma forma en que podía haber dicho que el Sol
acababa de engullirse la Tierra.
— ¿Y eso es un problema? —pregunté yo—. ¡Es una bendición!
Al paso que iba, nos habríamos encontrado un problema de
superpoblación lunar...
—Las «hormiguitas» no opinan lo mismo que tú. Si esos bichos
tienen nervios, yo diría que están a punto de estallar. Según
cuentan, no había ocurrido algo similar en los últimos diez mil
años...
¿Nunca? —atajé—. ¿Ni siquiera un solo día?
— ¡Ni uno! ¡Ni siquiera durante las horas de sueño, si es que se
puede emplear ese término!
—No pareces estar muy seguro de nada...
— ¡Muchacho, ni el mejor médico sabe reconocer una centésima
parte de las enfermedades terrestres, así que imagínate lo que
puedo saber de un salchichón gigante!
— ¡Maravilloso! ¿Y ellos...? Los c’laaks han debido traer médicos
propios.
Thadeus se encogió de hombros.
—No se preocupan deso lo más mínimo. No les llamamo «hormiguitas» únicamente por su aspecto. No hay nada más
fácilmente reemplazable que un c’laak.
...
—Excepto la Reina, por supuesto. Y, al parecer, creían que era a
prueba de bombas. Sólo saben alimentarla y limpiarla. Lo demás, es
chino para ellos.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —pregunté desconcertado.
—Ése no es mi problema, muchacho. He tirado la pelota a tu
campo, así que no me la devuelvas. Pero, decidas lo que deci,
hazlo pronto. Las «hormiguitas» terrestres pueden ser aplastadas,
pero éstas...., ¡nos pueden aplastar a nosotros!
Aquello se me escapaba de las manos. Yo sólo era un
administrador, organizador, o maestro de ceremonias, no estaba
muy seguro. Desde luego, los milagros no entraban dentro de mi
competencia... ¡Si es que necesitábamos un milagro! Eso todavía
estaba por ver.
Quizá Thadeus había exagerado algo la situación...
El videofono parpadeó llamando mi atención.
— ¿Qué ocurre, Ramona? ¿Quieres un descanso para cambiar las
cintas de grabación?
Mi secretaria estaba mortalmente pálida y no se debía a mis
palabras. Apenas podía balbucear.
—Los c’laaks..., piden ser recibidos. Han enviado una delegación
para hablar con usted...
Di un respingo en mi silla. Si habían decidido desplazarse h el edificio de Administración, la cosa era realmente seria. Hasta
entonces, siempre habíamos sido nosotros los que habíamos tenido
que desplazarnos si queríamos tener alguna charla.
— ¿Cuántos s? —pregunté a Rama.
—Seis —respondió ella, dirigiendo constantes miradas hacia un
lado. No necesitaba decirme que allí se encontraban las
«hormiguitas». Sus escalofríos lo demostraban claramente.
— ¿Armados...? —insistí.
—Cinco de ellos.
—Avisa a Seguridad. Que no se dejen ver, pero que estén
preparados...
—Ya están... —Ramona volvió a enrojecer—. Ya están avisados.
—Tenía que haberlo supuesto, perdona el lapsus. Está bien,
hazlos pasar.
Tambaleándose como borrachos, las «hormiguitas» entraron en
mi despacho para ser recibidos con un sonoro: « ¿Qué hay de nuevo,
viejos?», por parte de Toby. Esta vez fuimos dos los que le fulmina-
mos con la mirada. No era momento de bromas.
— ¿Es que ese engendro tuyo no sabe decir otra cosa? —
recriminé a Thadeus en voz baja.
—Es un robot educado, ¿no...? —balbuceó, a modo de disculpa.
Volví mi atención hacia los c’laaks. Cinco de ellos, los
«soldados», habían formado semicírculo alrededor del que parecía
su jefe o, al menos, llevar la voz cantante.
—Parece  que  vuestra  Reina-Madre...  —empecé—, está
enferma...
Sus ojos facetos se movieron incongruentemente, en un
asomo de perplejidad. El concepto pacía ser desconocido para las
«hormiguitas», así que rectifiqué sobre la marcha.
—Quiero decir, que no pone más huevos.
—Nuestra Reina-Madre..., no crea más c’laaks... —me rectificó a
su vez—. Nunca había ocurrido..., nada igual...
—Quizá sea demasiado vieja —aventuré con precaución—.
Según parece, tiene muchos años. Tantos, que ni siquiera vosotros
mismos sabéis su edad exacta.
Pasaron unos segundos en silencio, moviendo furiosate sus
antenas. Aquello debía ser difícil de digerir. Finalmente, el
representante de los c’laaks volvió a hacer chasquear sus
mandíbulas:
—La Reina-Madre siempre ha sido y siempre será. Para ella no
existe el tiempo.
Lo había soltado de un tirón, sin sus típicas vacilaciones en
busca de las palabras justas en nuestro idioma. Aquello indicaba
que más valía no seguir por ese camino. Pero, entonces, ¿por qué...?
—Esto..., ¿tenéis alguna sugerencia? —pregunté, intentando
abrir caminos.
—Nuestra Reina-Madre no crea más c’laaks... Nunca había
sucedido..., y vosotros sois los responsables...
Ya estaba dicho. Sentí un escalofrío.
— ¿Por qué somos nosotros los responsables? —protesté
indignado—. Seguimos todas vuestras especificaciones para que os
encontrarais como en vuestra propia casa: temperatura, presión,
humedad, alimentos... ¡Todo es similar a vuestro planeta!
Podía haberme ahorrado la saliva. No sé si me habían
escuchado, pero, para el caso que me hicieron, tanto daba. El c’laak
siguió su interrumpido discurso:
—En C’laaku nca había sucedido... Vosotros sois los
responsables... Si nuestra Reina-Madre no crea más c´laaks,
vosotros tampoco crearéis más humanos... Si nuestra Reina-Madre
entra en la Tierra de las Sombras, vosotros también entraréis con
ella...
— ¿Sabes lo que estás diciendo...? —pregunté lentamente,
dándole tiempo a que meditase sus palabras.
—Si Nuestra Reina-Madre..., ¿muere?..., los humanos también
morirán... Primero, esta Luna... Después, la Tierra...
— ¡Espera! ¡Espera un momento! ¡No podéis amenazarnos así...!
—Si cuando nuestra nave-transporte llegue a por los embriones
de c’laaks..., huevos, como vosotros los llamáis..., nuestra Reina-
Madre no ha creado más c’laaks, ¡seréis destruidos!
— ¡Eso es una locura...! ¡Una estupidez!
Podían ser estúpidos, pero también tozudos. Sihacerme el más
mínimo caso, dieron media vuelta y abandonaron el despacho. Su
ultimátum estaba dado y su misión había terminado. No tenía
ningún interés en seguir hablando.
Thadeus hizo una mueca, encogiéndose de hombros.
—Te lo dije... —advirtió.
Sí, tenía razón. Teníamos un problema.
Y grave.
2
Mi cerebro funcionaba a toda presión, como una caldera en
ebullición, sin encontrar ninguna salida. Todos mis pensamientos
desembocaban en la misma disyuntiva: o curábamos a su Reina-
Madre, o nos hacían pedazos. ¡Y sabía positivamente que podían
hacerlo!
— ¿Alguna sugerencia...? —interrumpió Thadeus.
—Tú eres el médico; dámela tú.
— ¡Oh, vamos! ¡Sabes que es imposible! Dudo que nadie en la
Tierra sepa...
Se detuvo boquiabierto y me miró con la esperanza brillando en
sus ojos. Los dos pensábamos lo mismo. Conecté el videófono.
Ramona no debía haberse perdido una sola palabra de la
«conferencia» porque parecía mortalmente asustada y su labio
inferior temblaba de forma incontrolable. A duras penas conseguía
aguantar las lágrimas.
—Espiar no siempre es divertido, ¿verdad, Ramona...? —en
seguida lamenté mis palabras. Sólo estaba descargando en ella mi
rabia y mi frustración. Pero, ¡¿qué diablos...?! ¡Quizás así
aprendiera!—. Ponte en contacto con todos nuestros «invitados» y
convoca a sus representantes en la Sala de Reuniones. ¡Diles que es
urgente! Si es necesario, suplícales y ponte de rodillas, pero
asegúrate que asisten. ¿De acuerdo?
—S..., sí, Scott... —respondió mi secretaria, a duras penas.
Desconecté el aparato y me volví hacia Thadeus.
¿Crees que dará resultado?
— ¿Quién sabe? —respondió—. Los c’laaks no son muy
populares entre los demás, pero ésta es una situación d emergencia. Si tienen la más remota idea de lo que le sucede a ese
«salchichón» nos lo dirán.
—Entre tanto, no le quites ojo de encima, ¿quieres?
—No hay problema. Helen está con ella y la mantiene bajo
observación constante...
— ¡Sácala de allí! —grité—. Si las «hormiguitas» deciden pasar a
la acción, empezarán con quien tengan más a mano...
La sonrisa de Thadeus hizo que me callase. De golpe.
Sabía lo que rondaba por la cabeza y no me gustaba. Conocía
mi..., digamos, debilidad hacia Helen. Siempre había lamtado que
ella no fuera también una espía. De esa forma, quizá se sentiría más
propensa a intentar sonsacarme algún que otro secreto, lo cual me
encantaría. Sólo me haría de rogar un poco, lo suficiente como para
que  se  viese obligada a utilizar métodos especialmente
«persuasivos».
Pedí a Ramona que me comunicase con ella a través del
videófono. Diez segundos después, aparecía en pantalla.
— ¡Ah! ¿Eres tú, Scott...? —dijo displicente, clavando sus
inmensos ojos verdes en la pantalla.
Ni siquiera la holgadbata blanca podía esconder sus rotundas
redondeces. Sólo parecía sobrarle en mangas y cintura. Su melena
corta, lacia, rubia, enmarcaba un rostro triangular, pero con formas
suavizadas, dulces, haciendo juego con su naricita respingona y su
boca, pequeña pero de labios carnosos. La aparente indiferencia
con la que se dirigía a mí, me hizo tanto daño como la noticia de que
la Humanidad estaba a punto de desaparecer. Parecía una
estupidez, pero...
— ¿Alguna novedad? —pregunté secamente. Si ella podía
mostrarse dura, no pensaba quedarme atrás.
— ¿Está Thadeus contigo? —inquirió la chica, a su vez.
—Sí, pero no es eso lo que he preguntado. ¿Hay novedades o no?
¡Y no quiero recordarte que estoy al mando de esto...!
Helen permaneció unos segundos callada, dispuesta a soltar una
imprecación por mi reprimenda, pero se contuvo. Suspiró y, aunque
de mal humor, me respondió:
—Sí, hay novedades... ¡Y no son buenas!
— ¿Es que algo puede ir peor...? —interrumpí sarcástico.
Empezaba a recuperar mi cinismo habitual.
—Puede, ya lo creo. No sólo ha dejado de poner huevos, sin que su piel se está secando rápidamente, está endureciéndose como
la de una momia...
Thadeus saltó de su asiento para colocarse tras de mí»
inclinándose sobre la pantalla.
— ¿Puedes enfocarla? —preguntó, ansioso.
—Lo intentaré.
Su imagen desapareció del videofono, mientras movía l
cámara. El plano se amplió y, tras un corto travelling, pudimos ver a
la Reina-Madre de los c’laaks.
Sólo conociendo las dimensiones de la bóveda que la albergaba,
podíamos hacernos una idesu tamaño. No le faltaba razón a
Thadeus cuando la calificaba de «salchichón gigante». Sus «hijos»
pululaban solícitos a su alrededor e, incluso, por encima de ella, en
un frenesí hormigueante. Parecían enloquecidos, conscientes de
que algo iba mal, pero sin poder hacer nada por remediarlo. La
ía visto varias veces y me daba cuenta de los cambios. Su piel,
habitualmente blanquecina, tersa y húmeda, había tomado la apa-
riencia de cuero viejo: amarronada, seca, ligeramente arrugada.
Fuera cual fuese el motivo de su cambio, estaba acelerando
progresivamente.
Thadeus lanzó un silbido prolongado. Me sonó como un lamento
fúnebre.
—Reúne todos los datos disponibles y llévalos a la Sala de
Conferencias. Yo te relevaré —ordenó el viejo doctor.
—De acuerdo —aceptó Helen—. Estaré allí en diez minutos.
Cortamos la comunicación y nos miramos descorazonados.
— ¿Sabes? —Dijo finalmente Thadeus, rompiendo el tenso
silencio—. Creo que ya no tendré que preocuparme por si se me
acaban los puros...
Cuando llegué a la Sala de Conferencias, ya se encontraban allí
todos los convocados, Helen incluida.
—Siéntense, por favor —rogué, amablemente.
Una estupidez, claro. Pocos podían hacerme caso.
La «sirena» flotaba en un tanque, diseñado especialmente para
su transporte. Y la prótesis que permitía la movilidad del
«estómago» no estaba adaptada para algo tan complicado com
utilizar una silla humana, en caso de que fuera necesario. El gladio
siguió inmóvil en su sitio, ataviado con su arnés de guerra, mientras
acariciaba ominosamente su puñal sagrado de ceremonia.
Sólo el «chistoso» siguió mi consejo. Pero en cuanto se dejó caer
en el sillón, su masa empezó a licuarse, derramándose a ambos
lados del asiento. Una muestra de su sentido del humor. Después,
aquella especie de jalea se recompuso hasta tener una vaga
apariencia humana, una especie de monstruo de Frankenstein. O no
dominaba muy bien su transformación, o quería ridiculizar a los
terrestres. Opté por lo segundo.
—Bien, ruego que perdonen las molestias que les haya podido
causar mi convocatoria —empecé, ceremoniosamente—. Pero creo
que nos enfrentamos a una pequeña crisis...
— ¿Pequeña? —repitió el «chistoso»—. Me encanta tu zentido
del humor, humano. Parecez un jerk...
—Lo sabemos —interrumpió la «sirena»—. Los c’laaks nos han
comunicado lo que sucede...
Tenía que haberlo imaginado. Al fin y al cabo, se conocían y
trataban mutuamente muchos siglos antes de que nosotro
apareciésemos en escena. Ahora, en lugar de buscar posibles
aliados, tendría que enfrentarme a su hostilidad. Si les habían
convencido de que todo era culpa nuestra, no lograríamos ninguna
ayuda.
Sería mejor empezar tanteando el camino.
Dije:
—Si están enterados, se habrán formado una opinión...
— ¡Es algo hermoso! —Soltó la «sirena», consiguiendo que casi
se me desencajase la mandíbula de asombro—. Es un acto de amor
hacia su Reina. Demuestran que son incapaces de vivir sin ella...
Mientras hablaba, me miraba directamente a los ojos y sentí
cómo me iban absorbiendo lentamente, me devoraban, me
envolvían en un manto cálido, confortable, acariciante.
—Hay amorez que matan. Ez un proverbio terrezte, ¿verdad? —
intervino el «chistoso», logrando que volviera en mí.
Me giré hacia él y mis ojos se abrieron complatos. Sin darme
cuenta, había cambiado su aspecto, tomando la forma de un
esqueleto humano. Parecía divertirse desde aquella sonrisa
descarnada.
Si supiera que servía de algo, le hubiera dado un puntapié en las
costillas. Pero sería lo mismo que patear un montón de gelatina.
Sólo conseguiría ensuciarme las botas. No obstante, aquella
observación me dio una idea:
—Exterminar una raza no es un acto de amor...
La «sirena» pareció desconcertada.
— ¿Exterminar...? ¿Quiere decir que no han aceptado
voluntariamente seguir los pasos de los c’laaks...?
—No, exactamente —respondí, intentando cargar mis palabras
de sarcasmo.
— ¡Oh! Creíamos que no podían soportar la vergüenza de lo
ocurrido y se unirían a ellos. Estaba a punto de felicitarle por su
ofrenda, por su amor hacia los c’laaks. Incluso nuestra delegación
estaba dispuesta a sacrificarse con vosotros. Estoy segura de que
Marinia estará de acuerdo con nosotros...
Sentí  un  rugido  despectivo,  proveniente  del  gladio.
Evidentemente, no era del tipo que aceptara morir tan fácilmente.
Antes, moriría matando. En cambio, yo sentía deseos de levantarme
y desnudar mi pecho para que la «sirena» me arrancase el corazón
con sus manos. De habérmelo pedido, yo mismo lo hubiera hecho.
Estaba absolutamente hipnotizado por ella, afortunadamente,
Helen, situada tras de mí, se dio cuenta de lo que ocurría y en un
gesto que parecía casual, me clavó las uñas en el brazo. El dolor hizo
que volviera en mí. La miré, intentando darle las gracias, pero me
contuve al ver el desprecio que expresaban sus ojos. Si quería
perder puntos delante de ella, no podía haberlo planeado mejor.
El jerk debió darse cuenta de lo que sucedía, porque emitió una
apagada risa desde sus mandíbulas descarnadas.
—El..., el sacrificio —apunté, en cuanto pude recuperar la
palabra— es algo que tomaremos en consideración más adelante.
De momento, estamos tratando de adoptar otras vías de acción...
—Es un interesante problema —dijo el «estómago» desde su
trípode metálico—. ¿Es lícito exterminar una raza, aunque sea la
causante de nuestro propio exterminio...?
Aquel montón de tripas se retorció de delectación. Posiblemente
le habíamos dado un tema de meditación para los próximos mil
años, ya que no volvió a abrir la boca — ¿boca?— en toda la
reunión. Tamco podríamos ntar con ellos.
—Ezto ze pone feo, ¿eh? —cotó Helen. Una Helen desnuda y
sonriente, guiñándome cómplicemente un ojo.
Parpadeé repetidamente, sin dar crédito a lo que veían mis ojos.
Naturalmente, no era Helen, sino el jerk. A mi lado, Helen se mordía
los labios para no gritar de furia con los ojos chispeantes de rabia.
Me volví al jerk para pedirle que pusiera fin a aquella farsa, pero
no sabía qué decir. ¡Era tan parecido! ¡Tan igual! ¿Cómo diablos
había podido copiar tan exactamente a Helen...? Para o tenía que
conocerla bien, muy bien, hasta los secretos más escondidos e
íntimos de su cuerpo... ¿Tenía Helen aquella peca bajo su pezón
izquierdo? Y si la tenía, ¿cómo podía saberlo el jerk? Corté mi
pensamiento antes de volverme loco.
—He pedido que nos reuniésemos aquí —empecé, volviendo  la reunión— con la esperanza de que alguno de ustedes conozca la
enfermedad —o lo que sea— que está sufriendo la Reina-Madre de
los c’laaks. Sólo así lograremos evitar la catástrofe. Si conseguimos
curarla...
— ¿Quién se preocupa de curar? —Interrumpió el gladio—. Mi
pueblo está más interesado en matar que en curar.
— ¿Sugiere que matemos a la Reina-Madre? Eso sólo aceleraría
nuestra destrucción...
El gladio sonrió, acariciando su puñal.
—Ése no es nuestro problema.
—Creo que sí. Los c’laaks están dispuestos a arrasar la Luna... ¡Y
ustedes se encuentran en ella!
—Esos insectoides no se atreverán a atacarnos —escupió
despectivamente el gladio.
¿Por qué?
— ¡Los exterminaríamos!
—Si muere su Reina-Madre, están prácticamente exterminados.
Sólo ella asegura la supervivencia de su raza. ¿Qué más les da...?
Estoy seguro que otros también harían lo mismo.
El gladio entrecerró los ojos y sentí que su odio llegaba hasta lo
más profundo de mis entrañas. Si le provocaba un poco más, no
tardaría en saltarme al cuello aullando.
—Entonces... —admitió, mientras aparecía una sonrisa lobuna
en su rostro—. Tendremos que anticiparnos, ¿no es así?
— ¡No creo que sea el momento de empezar una guerra, sino de
procurar que la Reina-Madre vuelva a poner sus huevos! —añadí,
furioso. Lo único que faltaba era abrir un nuevo frente en aquella
batalla.
— ¿Qué tiene de malo una guerra? —Adujo el jerk—. Ziempre ez
buen negocio. Precizamente, tenemos un nuevo tipo de bomba
capaz de aniquilar todo tipo de vida en...
— ¡Por favor! —corté, resoplando—. ¡Y le ruego que no siga
manteniendo esa forma!
— ¡Oh! Lo hacía por uzted, por complacerle. Creí que le
rezultaba muy atractiva.
— ¿Cómo sabe que...? —no acabé la frase. Aquello era meters r terreno pantanoso—. Quiero decir, ¿por qué ha imaginado que
podría resultarme atractiva?
—Tenemoz nueztroz medioz... —y volvió a guiñarme un ojo,
para desviar la vista hacia Helen.
Ella bufaba como una locomotora.
—Tenemos que preocuparnos por la Reina-Madre... —aduje,
volviendo al tema principal.
No pude proseguir. El suelo empezó a vibrar ostensiblemente,
sacudido por misteriosas contracciones.
Desvié la vista hacia los amlios ventanales de la sala y, casi en
el horizonte, distinguí un resplandor rojizo. No había querido
creerlo, pero no me había equivocado. ¡Eran explosiones! ¡Y
procedían del recinto de los c’laaks!
El gladio volvió a sonreír siniestramente.
Ya no tenía porque preocuparme de una posible guerra futura.
Teníamos una entre manos.
3
El videófono de la sala empezó a destellar histéricamente.
Un oficial de Seguridad apareció en la pantalla. Su cabeza
presentaba un considerable corte del que manaba abundante
sangre cubriéndole el rostro. Tras él, se encontraba el recinto de los
c’laaks, pero no se distinguía nada. Todo era humo y sangre,
confusión y cadáveres.
Señor Larsen! ¡Los gladios han...!
¡Lo sé! ¡Avise a Mac Pherson e intenten detenerles como sea!
— ¡Detener a esos carniceros! —se estremeció visiblemente—.
Han entrado sangre y fuego. No podremos...
— ¡Avise a Mac Pherson! ¡Yo voy hacia allá!
—El general Mac Pherson —me rectificó, haciendo hincapié en
el cargo— ya está avisado.
—Por supuesto. No sé en qué estaba pensando.
Ni sabía quién estaba realmente de mi parte. Empezaba a
cansarme de tanta seguridad y tanto Mac Pherson.
Me volví hacia el gladio, que sonreía orgullosamente. ¿Cómo se
llamaba...? ¡Ah, sí, Regnus!
— ¡Y usted vendrá conmigo, Regnus! ¡Esa estupidez debe
terminar!
—Tendrás que obligarm, humano... ¡Y me gustará ver cómo lo
haces! —exclamó desafiante, mientras desenvainaba su puñal de
ceremonias.
Yo no tenía ni un maldito cortauñas. Sí, a mí también me
gustaría saberlo. Desesperado, metí la mano en mi chaqueta y,
cogiendo mi pipa por la cazoleta, la extraje apuntándole con la
boquilla.
— ¡Mueva un solo pelo y lo frío, Regnus! ¡No bromeo!
Una silla empezó a avanzar torpeente hacia mí. Era el jerk.
Ante el peligro, había decidido que lo mejor era pasar cuanto más
desapercibido, mejor.
—No zabía que zuz pipaz fuezen...
— ¡Cállese! —Grité, antes de que descubriera el pastel—. ¡A
partir de ahora, sólo hablaré yo!
El gladio fijó sus ojos sobre mi pipa, con aires de sospecha. Si se
olía que le estaba tomando el pelo...
—Le conocemos, Larsen. Usted no suele ir armado.
— ¿No sabe reconocer un láser cuando lo ve? —respondí,
intentando sonreír confiadamente. Me temo que sólo pude exhibir
una deplorable mueca.
Lentamente, sin abandonar su desconfianza, Regnus envainó su
puñal. No quería correr riesgos innecesarios, pero sabía que, a la
menor oportunidad, lo hundiría entre los omoplatos.
—No, Regnus. Deme su navajita... —ordené suavemente.
— ¿Quiere morir? —silabeó el gladio entre dientes.
Helen se acercó hasta mí, para hablarme al oído.
—Si insistes, te matará. Cuando un gladio se ve despojado de su
daga, se siente deshonrado. Se lanzará contra ti antes de
entregártela.
Tenía dominada la situación, de momento. Podía permitirme el
lujo de mostrarme magnánimo.
—Muy bien, puedes conservar tu arma. Pero me acompañarás al
Mar de las Lluvias...
—Naturalmente —aceptó el gladio, complacido—. Quizá todavía
llegue a tiempo de participar en la matanza.
¡Simpático, el chico! Eso estaba por ver. Pero si no conseguí pronto un arma, dudo mucho que pudiera impedírselo con una
pipa.
— ¡Voy contigo! —exclamó Helen, aferrándose suavemente a mi
brazo.
— ¿Helen? ¿Eres tú...? —pregunté dudoso, intentando localizar
al jerk de reojo. Ya no me fiaba de mi sombra. Era cierto que sentía
en mi espalda el contacto de dos formas blandas e inequívocamente
humanas, pero...
— ¿Es que no me conoces? —contestó ella ofendida, con voz fría
como el hielo.
—Por lo visto, menos que los «chistosos»...
Una risitahogada procedente de una silla, me confirmó que el
jerk no había abandonado su camuflaje.
—Está bien, vamos —acepté.
Los gladios habían bloqueado el túnel de comunicación con el
Mar las Lluvias, así que no teníamos otro remedio que utilizar la
vía de superficie. Los vehículos lunares suelen ser bastante
pequeños y la idea no me apasionaba. Significaba estar muy cerca
del gladio, demasiado cerca. Pero no teníamos otro remedio.
Seguridad se encargó de proveernos de los trajes necesarios y
una patrulla de escolta. Por mi parte, cambié mi pipa por un láser
de alta potencia con su cinturón adjunto.
En contra de mis temores, no sucedió ningún incidente durant el viaje. El gladio parecía realmente ansioso de llegar al recinto de
los c’laaks y sus pupilas destellaban, reflejando el fulgor de las
explosiones que se sucedían, intermitentemente, dentro de la cú-
pula.
A medida nos acercábamos, podíamos distinguir detalles de
la confusión que rodeaba el enorme pabellón que albergaba a la
Reina-Madre de las «hormigas». Una vez entramos por la esclusa de
descompresión hasta el interior de la cúpula, el panorama se aclaró
por completo.
El pabellón estaba rodeado de un sinnúmero de cadáveres
destrozados. La mayoría pertenecían a los c’laaks y su sangre verde
empapaba la hierba que cubría el terreno. Eran superiores en
número a los gladios, pero inferiores en armamento y ferocidad. De
momento, los gladios no habían conseguido romper la férrea
resistencia de los insectoides, que soportaban las acometidas de los
atacantes con suicida determinación. Los puñales de ceremonia y
las espadas-láser de los gladios trazaban sus arcos mortales,
cortando miembros, cuerpos y cabezas, pero la presión del número
de sus enemigos les obligaba a ceder terreno una y otra vez.
Pensé que todo habría sido muy mucho más rápido de haber
empleado lásers, pero los gladios eran salvajes, no suicidas. Unos
cuantos disparos mal dirigidos o perdidos, destrozarían la cúpula y
la descompresión les mataría a todos. Al ser hermético el pabellón,
no tenía sentido exponerse a una muerte cierta mientras el objetivo
prioritario, la Reina-Madre, podría seguir viva con toda comodidad.
—Thadeus está en el pabellón... —susurró Helen, a mi lado.
—Si logran entrar, lo harán pedazos junto a la Reina-Madre —
reconocí—. Por muy amablemente que Toby les suelte eso de «
¿Qué hay de nuevo, viejos?», no creo que les ablande el corazón...
— ¡Idiota! —masculló ella.
Un comandante de las fuerzas de Seguridad corrió hacia
nosotros al divisarnos.
—Llegaron poco a poco, esos... —se tragó los insultos, al ver a
Regnus junto a mí—. Primero, uno a uno; después, formaron
pequeños grupos. Cuando quisimos darnos cuenta, ya era
demasiado tarde. Empuñaron sus armas y se lanzaron sobre las
«hormigas».
— ¿No habéis podido detenerles? —pregunté, imaginándome
anticipadamente la respuesta.
El comandante exclamó:
— ¿Cómo? Si intentamos intervenir, ambos bandos se vuelven
contra nosotros. Y por otra parte, ¿contra quién combatimos?
¿Contra esos..., esos gladios, o contra las «hormigas»?
« ¡Contra todos!», pensé fúnebremente. « ¡Y todos ellos, contra
nosotros!»
—Hemos perdido varios hombres en la refriega y una docena
más han sido llevados al hospital —concluyó el comandante.
Sólo había una forma de intervenir. Me volví hacia Regnus.
—Detén la batalla..., ¡diles a tus hombres que cese el combate!
El gladio ni siquiera me respondió. Sólo me miró como si fuese
una cucaracha.
Lentamente, con toda la ceremonia de que era capaz desenfundé mi pistola, la gradué a máxima potencia y la levanté,
apuntando directamente entre sus ojos.
— ¡Ordénales que se detengan! —mandé con voz espesa.
Tenía cierta ventaja. El puñal de Regnus estaba fuera de su
cance, bajo el traje espacial. No tenía forma de acceder a él y era
algo de lo que yo podría sacar ventaja.
Me equivoqué.
La garra del gladio se disparó como un resorte, desgarrando la
parte delantera de mi traje espacial, atravesando plástico y metal,
hasta llegar a mi piel, lanzándome a varios metros de distancia.
Intenté incorporarme, mientras el dolor lacerante quemaba mi
estómago, pero no tuve tiempo. Su patada me alcanzó en el hombro
izquierdo, haciéndome rodar nuevamente por el suelo. Los
hombres de Seguridad, sorprendidos, dudaban en disparar,
cruzándose miradas de desconcierto. Al fin y al cabo, estaban frente
al representante máximo de una raza alienígena. ¿Tenían derecho a
freírlo, o no?
Yo ni siquiera lo pensé. Cuando volvió a lanzarse sobre mí,
apreté convulsivamente mi dedo en el gatillo y el láser escupió su
delgado hilo mortal de luz sóla, abriendo un perfecto agujero en
una de sus piernas. Con un rugido de frustración, desplomó pesa-
damente a pocos metros de mí. Intentó levantarse, pero su pierna
herida cedió, cayendo nuevamente de bruces.
—Está bien..., Regnus... —balbucí, intentando recuperar el
aliento—. Has perdido, reconócelo. ¡Detén la matanza!
—Nunca... —escupió ferozmente. El odio que brillaba en sus
ojos los hacía refulgir como una gema de valor inigualable.
Ante mi asombro, clavó su garra izquierda en el suelo y flexionó
el brazo, empezando a arrastrarse hacia mí. Sólo parecía tener una
idea su mente: ¡matarme!
Tendría que apelar a su instinto guerrero y sanguinario, en
lugar de su razón. Apoyé el cañón de mi láser en su frente.
—Es una estupidez perder la oportunidad de morir en un
bate glorioso... —el gladio se detuvo—. Si prefieres acabar aquí,
como un perro, sólo tienes que negarte de nuevo.
Sin dejar de clavar su mirada en mí, apoyó ambas manos en el
suelo y se irguió, apoyándose en su pierna sana. Sonrió de nuevo,
enseñándome sus temibles colmillos.
—Tienes razón, humano. Por esta vez, tienes razón...
Levantó sus brazos al aire y emitió un rugido pavoroso que nos
hizo estremecer a todos. Poco a poco, sus hombres fueron
teniéndose. Los c’laaks aprovecharon aquel pequeño momento
de respiro para reagruparse frente a la puerta del pabellón donde
se encontraba su Reina-Madre, dispuestos a seguir defendiéndola.
Regnus se acercó lentamente hacia los suyos, cojeando, y se
dirigió a ellos en una mezcla de rugidos y gruñidos, absolutamente
ininteligibles para nosotros. Por si acaso, hice una señal a los
hombres de Seguridad para que estuviesen preparados. No quería
sonreír confiada y triunfalmente para ver cómo, a un gruñido del
gladio, los demás saltaban hacia nosotros, abriéndonos la garganta
de oreja a oreja.
El discurso de Regnus tenía apariencia de ser convincente, pues
ninguno de los otros replicó. Bueno, miento. Sólo uno pareció emitir
un pequeño gemido de protesta, pero medio segundo después su
cabeza quedaba separada del cuerpo por uno de sus compañeros. El
torso vaciló a derecha e izquierda, para terminar cayendo como una
marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Regnus dio un
despectivo puntapié a la cabeza de su congénere, antes de pro-
seguir.
Las dagas volvieron a sus empuñaduras y los sables se apagaron
casi al unísono. Dando un suspiro de alivio, me volví a mis hombres:
—Encargaos de ellos. Quiero que vuelvan a Clavius y no se
muevan de allí bajo ningún pretexto.
—Pero, señor... —empezó a decir uno, con el miedo reflejado en
su rostro—. Son más de cincuenta...
—Llevadlos uno a uno, si es necesario. Sólo quiero que no
vuelva a suceder nada semejante. ¿Entendido...?
Helen se acercó a mí con expresión preocupada.
— ¿Cómo te encuentras...?
No sabía de qué demonios estaba hablando, hasta que me
empezaron a fallar las piernas. Dirigí la vista hacia ellas y las
encontré empapadas de sangre. Mi sangre. Resbalaba cálidamente
desde mi estómago hasta la hierba a mis pies.
es nada, apenas me arañó...
—No lo parece —respondió Helen frunciendo el ceño, mientras
intentaba abrir los cierres de mi traje espacial.
—El traje absorbió casi todo el golpe. No te preocupes, estoy
perfectamente...
Y me desmayé.
4
Cuando me desperté, tuve la impresión de que me habían
partido por la mitad.
—No te muevas, muchacho —dijo una voz que no pud
reconocer—. Esto sí es algo que puedo manejar, pero sólo si te
quedas quieto...
Abrí los ojos para encontrarme a Thadeus inclina" do sobre mí,
con su eterno puro colgando de los labios. No sabía si era muy
higiénico, pero me alegraba ver que todo volvía a la normalidad. O
casi. Todavía quedaba pendiente el problema de nuestro «salchi-
chón» particular, la Reina-Madre de los c’laaks.
— ¿Qué hay de nuevo, viejo? —exclamó una voz junto a mi oído
derecho.
—Eso es justamente..., lo que iba a preguntar yo. ¿Thadeus...?
—Pocas cosas. Y todas malas, para no variar. Puedes
comprobarlo tú mismo...
Entonces, me di cuenta de dónde me encontraba. Estábamos en
una improvisada enfermería, situada en el pabellón de las
«hormigas». Quise incorporarme, pero no pude. Mi pecho y
estómago parecían de cartón.
—Tómatelo con calma, Scott —advirtió Thadeus—. He tenido
que vendarte todo el tórax. Si te esfuerzas demasiado, te abrirás las
heridas...
—No insistas, Thadeus. Hará lo que le dé la gana —dijo una
nueva voz. Femenina. Helen.
—Chica lista, ¿eh? —respondí—. Ya que lo sabes todo, ayúdame
a levantarme.
Entre Thadeus y Helen consiguieron incorporarma duras
penas. Un gigantesco cristal nos separaba de la cámara de la Reina.
Seguía rodeada de sus «hijos», pero entre los insectos podían verse
unos cuantos humanos de aquí para allá. Me froté los ojos, sin creer
lo que estaba viendo. Los humanos iban..., ¡en ropa interior!
—Hemos aumentado el porcentaje de calor y humedad —
explicó Thadeus como si me leyera el pensamiento—. Ya que parece
estar secándose, agostándose, pensamos que quizá le conviniera
algo así... ¡Pero nada! ¡El proceso sigue su marcha!
De toda una batería de máquinas colocadas junto al muro,
surgían cables de todos los tamaños, medidas y colores, para verse
conectados con la gigantesca criatura. Los ayudantes de Thadeus
tomaban notas sin cesar, comparándolas, estudiándolas, intentando
buscar una solución a un enigma irresoluble.
— ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —pregunté,
sacudiendo la cabeza, para aclarar las ideas.
—No mucho —respondió Helen—. Unas dos horas como
máximo.
—Tengo que volver a mi despacho. Hay asuntos pendientes que
atender...
—Sería mejor que descansaras, muchacho —sugirió Thadeus,
suavemente—. No estás en condiciones de...
—Descansaré cuando esta pesadilla acabe.
—Pero, Scott... —insistió él.
—  ¡Luego,  Thadeus!  —exploté—.  ¡Ahora,  no  puedo!
¡Compréndelo!
—No malgastes saliva, Thadeus —intervino Helen—. O «gladio
Larsen» sacará sus garras y te hará pedacitos. Es temible, te lo
aseguro... —concluyó con aire burlón.
El túnel que comunicaba ambos Mares había sido reparado y
pudimos llegar sin problemas hasta el edificio de Administración.
La primera ñal de que algo iba mal fueron los dos guaras de
Seguridad que se encontraban flanqueando la entrada del edificio.
Cuando topamos con mi secretaria, Ramona se limitó a quedarse
boquiabierta de asombro. Si no tenía nada que decir, yo tampoco.
Pero podía haberme avisado de que mi despacho estaba ocupado.
El general Mac Pherson había tomado posesión de él.
Al verme entrar, se limitó a sonreír despectivamente, antes de
abrir la boca:
— ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Así que nuestro moribundo ha
resucitado...?
Quise borrarle su sonrisa a puñetazos, pero me contuve. No
valía la pena desperdiciar energías con él. No andaba sobrado de
ellas.
—Y dispuesto a reintegrarme a mi puesto —aclaré—. Así que le
ruego abandone mi despacho...
— ¡Mi despacho, querrá decir! Las cosas han cambiado un poco,
Larsen. Ahora soy yo quien está al mando.
—Por orden, ¿de quién...?
—Del Consejo Terrestre, naturalmente. Nuestro planeta está en
peligro, estamos en una emergencia y lo mejor es que «nosotros»
tomemos el mando.
—Estábamos en una emergencia. Quizá vaya atrasado de
noticias, cosa que me sorprende, pero la batalla en el Mar de las
Lluvias ha terminado...
—No, todo no ha terminado —y sonrió. Me olí que se guardaba
un as en la manga, pero no sabía cuál. Tenía que hacerle destapar
sus cartas.
Se refiere a la Reina-Madre de los c’laaks...?
— ¿Me puedo referir a otra cosa?
El muy cerdo estaba jugando conmigo, pero seguí atacando:
—Thadeus Marsh está con ella y conseguirá descubrir qué es lo
que le ocurre. No hay por qué preocuparse.
Mac Pherson exclamó:
— ¡Oh, vamos! Sabe muy bien que eso nunca ocurrirá. Teníamo
que haber hecho lo mismo que los gladios: ¡acabar con la «hormigas»! Pero eso sí, de una forma más..., discreta. Luego, nos
disculparíamos ante los demás monstruos que tenemos aquí invi-
tados: un desgraciado error, una enfermedad incurable, una
consecuencia del largo viaje espacial... Lo que sea, no importa...
¡Nadie nos habría culpado y no nos encontraríamos metidos en este
maldito embrollo!
—No puede hablar en serio... —me horroricé—. No puede estar
planeando el asesinato de toda una raza millones de años más
antigua que la nuestra... ¡Es..., es monstruoso!
— ¡Es supervivencia! ¡Nuestra supervivencia! ¡La única que me
interesa! Y todavía estamos a tiempo de garantizarla...
¿Asesinando a la Reina-Madre?
— ¡A quien sea necesario! —sentenció Mac Pherson.
Apenas podía hablar. La herida me dolía terriblemeny seguir
de pie mcostaba un tremendo fuerzo. Pero tenía que
convencerle de su error, fuera como fuese.
Empecé a decir:
—Deje trabajar a Marsh...
Él negó en seguida:
—No puedo.
Insistí:
—Al menos, dele tiempo que llegue la nave de los c´laaks...
Sonrió y soltó la bomba.
Dijo con satisfacción:
—Creo que el que está atrasado de noticias es usted, Larsen. La
nave de los c’laaks hacuna hora que ha entrado en el Sistema
Solar. No tardará más de seis en llegar a la Luna y, según nuestras
informaciones, es lo suficientemente poderosa como para arrasar la
Tierra... ¡Ya no hay tiempo, Larsen! ¡Es asunto de vida o muerte!
¡Matar o morir!
No vi que hiciese ninguna seña o tocase ningún botón, pero
varios guardias entraron en el despacho, rodeándome.
—Llévenle a sus habitaciones —ordenó—. Está arrestado hasta
que todo esto acabe —se volvió hacia mí—. No pretendo que me
comprenda, Larsen, pero después se dará cuenta que...
—No, Mac Pherson —le corté—. Usted sabe que no habrá
después. En cuanto se enteren que su Reina-Madre ha muerto, las
«hormigas» de esa nave nos exterminarán.
—Primero, tendrán que enterarse —apuntó sin dejar de
sonreír—. Y si lo hacen, será de lo último que se enteren en su
vida...
—Y en la nuestra —apostillé.
Los guardias me sujetaron por ambos brazos y tiraron de mí,
sacándome del despacho.
La entrevista había terminado. La esperanza, también.
5
Gracias a una inyección de Helen pude dormir varias horas.
Cuando desperté, la rigidez de mis heridas había desaparecido,
aunque persistía un sordo dolor. No obstante, ya podía rascarme el
cogote sin que los cortes protestasen.
Evidentemente, Mac Pherson se había encargado de atarme las
manos: mi videófono estaba desactivado, las armas habí
desaparecido de mis habitaciones y, en la puerta, se encontraban
dos guardias de Seguridad. Quizá habría podido sorprenderles de
haber esperado una oportunidad propicia, pero se habían cuidado
de que el mecanismo de la puerta sólo pudiera activarse por fuera.
No estaría en peor situación si me hubiesen transportado a una
celda de máxima seguridad.
Cuando casi había gastado mi alfombra de tanto pasearme de un
lado a otro, oí voces en el pasillo. Una de ellas parecía femenina:
—Sólo vengo a revisar sus heridas. Tengo permiso del general
Mac Pherson...
Era Helen.
Los guardias debieron empeñarse en registrarla, porque pude
oír sus indignadas protestas con toda claridad. Prefiero no
consignarlas aquí, supongo que la censura tendría mucho que
objetar.
Nunca habría creído que una chica pudiera tener tal
vocabulario.
Poco después, la puerta se abría y entraban Helen, Thadeus, y...
— ¿Qué hay de nuevo, viejo...?
Sí. También Toby.
— ¿Es que no puedes librarte de esa maldita máquina ni un
segundo? —estallé, indignado. Mi sentido del humor no se
encontraba en sus mejores momentos.
Thadeus sonrió, señalándome, antes de hablar con Helen.
—Este muchacho ez un poco nerviozo, ¿no ez cierto?
No sé cuánto tiempo mantuve la boca abierta, pero se me hizo
eterno. Una divertida Helen rompió el silencio:
—Deja de provocar a las moscas con esa bocaza y date prisa. No
tenemos mucho tiempo.
— ¿Qué..., qué..., hace ese «chistoso» aquí? —balbucí, señalando
al jerk que me contemplaba sonriente, apoyado en la pared.
—Ayudarme a que salgas de aquí. Desnúdate, rápido.
— ¿Qué...? ¿Cómo...?
Debía estar dando una impresión deplorable.
—No te preocupes, no estoy deseando abalanzarme sobre ti. No
lo haría, ni aunque fuese mentira lo de Ramona...
—No creas todo lo que cuentan.
— ¡Claro, claro! Es pura envidia, ¿verdad...? ¡Desnúdate de una
vez!
Decidí obedecerla. Por lo menos, hasta que aclarase un poco mis
ideas.
—Creo que merezco una explicación, ¿no...? —objeté, mientras
me quitaba la camisa.
—Ez muy zencillo —empezó el jerk—. Hemoz entrado trez
perzonaz en tu habitación y zaldremoz cuatro, pero elloz creerán
que zólo zomoz trez... Genial, ¿verdaz?
Debía serlo, pero no entendía ni palabra,
scucha, zoquete, ¿Quiénes hemos entrado aquí?
—El jerk, Toby y tú.
—Me refiero a quién se creen los guardias que hemos entrado
aquí... —me rectificó Helen con toda la paciencia de una maestra
que le enseña la letra A a un analfabeto recalcitrante.
—Thadeus, Toby y tú.
— ¡Ya era hora! Pues bien, de la habitación también saldrán
Thadeus, Toby y yo, pero..., ¡tú vendrás con nosotros!
Me pellizqué para asegurarme que no estaba soñando y aquello
no era una pesadilla. Seguía sin entender nada.
—Pero... —balbucí—. No me parezco lo más mínimo a Thadeus.
Ni siquiera un experto en maquillaje podría...
— ¡Nadie está hablando de maquillaje! ¡«Chistoso» resolverá el
problema! —insistió Helen, ya casi desesperada.
¿Ah, sí...?
— ¡Santo Dios! —Gritó ella, fuera de sí—. ¿Qué he hecho yo para
merecer esto...? ¿Acaso no tiene ahora aspecto de Thadeus?
—S... sí... —admití. Al menos, eso era cierto.
—Pues volverá a tenerlo..., ¡pero sobre ti! ¡Te recubrirá con su
cuerpo y el aspecto de Thadeus!
Mientras miraba atónito al «chistoso», su sonrisa empezó a
desvecerse, a «fundirse», conjuntamente con sus formas
humanas. La ropa de Thadeus empezó a perder forma y a deslizarse
lentamente hacia el suelo, cuando el jerk perdió consistencia y
reasumió su aspecto gelatinoso, amorfo. Lentamente, empezó a
acercarse hacia mí.
—Un momento, un momento... —rogué, desesperadamente. No
me convencía la idea de verme como soporte de aquella masa—.
Antes, quiero que me hagáis un resumen de la situación. Tenemos
que saber a qué nos enfrentaremos cuando salgamos de aquí.
Según Helen, la situación era poco menos que desesperada. La
nave de los c’laaks se había situado en órbita lunar, pero Mac
Pherson se había encargado de que no pudieran ponerse en
ntacto con sus compatriotas del Mar de las Lluvias. Problemas de
comunicación, esu excusa. Nuestra tecnología estaba en pañales,
no podía compararse con la suya, tenían que comprender nuestras
carencias y debilidades, etc. No estaba mal, tenía que reconocerlo.
Máxime, cuando se había encargado de que la conducción de los
huevos de la Reina-Madre a la nave-transporte se realizase sin
ninguna demora. Supongo que había intentado despachar el
cargamento de huevos y sacarse de encima la nave de los c’laaks,
pero éstos no estaban dispuestos a marcharse del sistema solar sin
asegurarse de que su monarca estuviera bien.
Los c’laaks habían dado un plazo para restablecer las
comunicaciones. Si no podían ver y hablar con su Reina-Madre,
bajarían a la Luna. Y eso, evidentemente, era impensable.
Entretanto, preparaba las pocas fuerzas terrestres para la
hipotética batalla. Pero supongo que ni él mismo podía engañarse.
Si estallaba el combate, nuestras posibilidades eran menos que
ínfimas.
Miré con sospecha la masa de engrudo que se apilaba a mis pies,
dispuesta a echárseme encima.
— ¿Y cómo te has asegurado la ayuda de los jerks? —pregunté,
extrañado—. No creo que ni siquiera ellos puedan considerar esto
como una situación divertida...
— ¡Oh, yo puedo conteztar a ezo! —soltó el «chistoso» clara y
nítidamente, a pesar de que no se le veía ningún aparato bucal—.
Puedo azegurarte que no nos pareze graziozo que laz
«hormiguitaz» exterminen toda una raza...
—Gracias —aseguré, conmovido.
— ¡Por zupuezto! ¡Imagínate el mercado que perderíamoz! —
Continuó con energía—. Tenemoz millonez de cozque venderoz;
dezde la patente de loz motorez intereztelarez, hazta el cultivo de
laz bacteriaz necezariaz para limpiar eze puré al que llamáiz
atmózfera...
¡Oh, entiendo! —exclamé, menos entusiasmado.
— ¿Satisfecho? —intervino Helen, malhumorada—. Pues,
démonos prisa. Los soldaditos de ahí fuera van a pensar que te
estoy haciendo una operación a corazón abierto... ¡Ya llevamos
demasiado tiempo aquí!
Quitándomla última prenda de ropa, aspiré todo lo
profundamente que pude.
— ¡Cuando queráis!
El jerk siguió arrastrándose hacia mí, hasta tocar mis pies. Su
contacto era frío, viscoso, y no pude reprimir un escalofrío. Poco a
poco, empezó a subir por mis piernas, cintura, pecho...
Cuando empezó a cubrir mi rostro, boqueé nerviosamente. No
podía evitar la sensación de ahogo, de asfixia, pero ninguno de mis
temores se confirmó. Mis ojos, boca y orificios nasales, no fueron
cubiertos por la masa palpitante que, poco a poco, se endurecía
hasta conseguir la solidez de la carne humana.
—Intenta moverte —dijo una voz que pareció resonar en todo
mi cráneo—. Tengo que terminar de adaptarme a tus
articulaciones. ¿No querrás que nos parezcamos a Toby, verdad...?
Me dirigí hacia uno de los espejos del cuarto, no sin pensar que
el ceceo del jerk había desaparecido. Ya trataríde averiguar los
motivos más tarde. De momento, parpadeaba atónito ante la
imagen reflejada ante mí.
Era yo. «Sabía» que era yo. «Debía serlo», pero..., ¡allí estaba
Thadeus! Un poco más alto, un poco más robusto, pero idéntico en
cada uno de sus detalles. Hasta las manchas de nicotina de sus
bigotes eran exactas.
—Tendría que haber adelgazado unos cuantos kilos y perdido
unos cuantos centímetros... —comenté, mientras movía brazos y
piernas como un pelele, probando la fluidez de mis movimientos.
—Nadie se fijará en esos detalles —aseguró Helen—.
¿Preparados?
—No, pero... —terminé de vestirme con las ropas de «Thadeus».
Helen hizo la señal adecuada y la puerta se abrió. Los guardias
bloqueaban la salida con sus cuerpos, observándonos fijamente.
Creí notar un sudor frío recorriendo mi frente, pero debió de ser mi
imaginación. ¿Se puede sudar cuando estás helado de miedo?
Volviéndose hacia el interior del cuarto, ella exclamó en voz alta:
— ¡Intenta dormir, Scott! ¡Te hará bien! —Y, enfrentando a los
guardias—: ¿Nos dejan pasar de una vez?
Ambos soldados se hicieron a los lados y cruzamos entre ellos
sin que hicieran el más mínimo movimiento de alarma. No pude
evitar sonreírles y decir:
— ¿Qué hay de nuevo, viejos...?
Toby giró sus células oculares hacia mí, encendiéndolas y
apagándolas febrilmente. Si un robot podía expresar perplejidad, no
encontraría un mejor ejemplo.
Nos alejamos lo más rápidamente posible del edificio de
Administración,  encaminando  nuestros  pasos  hacia  la
instalaciones médicas. Una vez allí, nos encerramos en uno de los
laboratorios. En nuestro trayecto únicamente habíamos visto
guardias de Seguridad y soldados. Fuera lo que fuese lo que estaba
preparando Mac Pherson, no se andaba con chiquitas. El
movimiento de tropas era casi histórico.
—No te quejarás, ¿eh? —dijo Helen, satisfecha.
— ¿Es seguro este laboratorio? —pregunté, nervioso—. Mac
Pherson tiene sembrada la Luna de micrófonos y cámaras-espía...
— ¡Oh, sí! Toby se encarga de eso —respondió sin perder el
buen humor.
Yo me pregunté si alguna vez había sido realmente jefe de
aquella base, si alguna vez había trolado las circunstancias, o
todo el mundo había conspirado contra mí: unos, para vigilarme;
otros, para escapar a mi vigilancia... ¡Dios, qué lío!
—Está bien, «Chistoso» —anuncié a mí mismo—. Ha sido un
placer, pero se acabó. Adopta otra forma, la que quieras...
Me alegré de no tener esta vez un espejo delante. No sé si
hubiera soportado la visión de mi cuerpo «derritiéndose»,
descomponiéndose y cayendo al suelo. Frente a mí, empezó a
formarse un sosias de Helen... ¡Completamente desnuda!
— ¡Menos ésa! —gritamos los dos al unísono.
Mientras nos mirábamos embarazados, el jerk soltó una de sus
típicas risitas, antes de volver a adoptar la figura de Thadeus. Era el
momento de tomar el mando de las operaciones.
—Según lo que me has contado... —empecé—, tarde o
mprano, los c’laaks se empeñarán en bajar y Mac Pherson n
tendrá otro remedio que presentarles batalla. ¡Eso es justamente lo
que tenemos que evitar: la guerra!
— ¡Qué lumbrera! Nunca se me habría ocurrido —exclamó
Helen, sarcásticamente.
—Gracias por tus palabras de ánimo —contesté. Si se empeñaba
en mostrarse desagradable, le demostraría quién podía serlo más—
. Ya que pareces haber pensado en todo, explícanos tú cómo
conseguirlo...
—Sigue —contestó, secamente.
—Para los c’laaks, sigo estando al mando de las instalacion lunares. Supongo que Mac Pherson no se habrá atrevido a decirles
que toda la estación está bajo control militar. Sería demasiado
comprometido.
Y ya que el capitán de la nave no puede bajar a la Luna para
entrevistarse conmigo, yo tendré que ir hasta su nave...
— ¡Maravilloso! —Cortó Helen—. Sólo tienes que ponerte tu
traje azul y rojo, tu capa y salir volando de aquí...
Decidí hacer caso omiso. No podíamos pasar todo el día
celebrando un consumo de ingenio.
—Dijiste que Mac Pherson está enviando los huevos a la nave...
—Sí, pero... —esta vez, estaba desconcertada—. En cuanto te
descubran, saltarán sobre ti como lobos. Ni siquiera disfrazado de
Thadeus podrías entrar a una de las lanzaderas. Los civiles tenemos
prohibido salir del recinto de la estación.
—A menos que el propiMac Pherson nos autorice...—añadí.
—Sí, bueno... ¡Pero eso es más difícil que te conviertas en
Superman!
—No tanto —sonreí, chasqueando los dedos hacia el jerk—.
Necesitamos un Mac Pherson..., ¡marchando!
— ¡Oh, no zerá ningún problema! ¡Ya veraz!
Los rasgos de Thadeus se borraron lentamente. La masa
fluctuante del «Chistoso» se reagrupó mórbidamente hasta
conseguir formar un doble de nuestro «querido» general.
— Voilà! —grité, exultante—. ¡Aquí tenemos nuestro pasaporte
para salir de la Luna! ¡En marcha...!
Helen me dirigió una mueca despectiva:
—Sí, vamos. Si no impresionas a los c’laaks con tu elocuencia, lo
harás con tu desnudez.
Quedé clavado en el suelo, en medio de un paso. ¡Qué bruto soy!
No había sido consciente de ese «detalle» hasta aquel momento.
Una vez el jerk me había dejado, sólo estaba cubierto por mi propia
piel.
—Siempre puedes decir que quieres demostrar que no tienes
nada que ocultar... —continuó Helen, mordaz—. En el fondo, es la
verdad. No sé qué pudo ver en ti esa gordinflona que tienes por
secretaria...
—Ya discutiremos ese tema en otro momento, ¿te parece?... —
apunté, furioso.
—No, no me parece. No creo que tengamos nada que discutir.
Cada uno es libre de revolcarse en el fango con quien quiera. No
tengo culpa de tu mal gusto...
Alcé los ojos al cielo, pidiendo clemencia. En medio de una crisis
como aquélla, sólo me faltaban las puyas de una xenóloga celosa.
Pero nuestra futura discusión prometía ser movida. Antes de que yo
explicase nada, tendría ella que explicarme a mi cómo podía
haberla copiado el jerk tan exactamente. ¡Ya lo creo que me lo
explicaría!
De todas formas, teníamos un montón de problemas que
resolver:
—No sólo tenemos que conseguir ropas para mí, sino un traje
espacial...
— ¡Dos! —Cortó Helen—. ¿No pensarás que me voy a perder lo
mejor?...
Era inútil abrir un nuevo frente en nuestra batalla particular.
Preferí ceder.
—Está bien, dos. Y no sólo eso. El acceso hasta las lanzaderas
lunares no será fácil. Si Mac Pherson no es más idiota de lo que
creo, y creo que lo es mucho, habrá restringido las autorizaciones. Y
si no sabemos las claves...
—Entonces, seremos tres —interrumpió Helen—. ¿Para qué
crees que he traído conmigo a Toby? ¿Para que nos vaya saludando
constantemente?...
¿Aceptaréiz zer cuatro? —preguntó tímidamente el jerk.
— ¡Bravo! ¡A este paso, reuniretodo un ejército! —Mascullé
tre dientes—. ¡Cuantos más seamos, más reiremos! Sobre todo,
eel momento de escondernos en una lanzadera. Podríamos pedir
un carguero c’laaks; quizá sean tan amables de concedérnoslo.
— ¡Eztá bien, eztá bien! No inziztiré. Me quedaré aquí, penzando
en laz zeñaz que tendráz que hacer para entenderte con loz c’laakz.
¿Porque hablaraz c’laak, verdad?
—Tú sí lo hablas, ¿no? —dije, suspirando.
—Por zupuezto.
— ¡Seremos cuatro! —acepté, resignado.
Lo más urgente era conseguir los trajes espaciales. Con ellos,
podríamos prescindir de la demás indumentaria. Nadie se
preocuparía de si llevábamos ropa interior o no, ni se asomarían al
cuello del traje de «Chistoso» para corroborar que, bajo él, lucía su
uniforme cuajado de estrellas.
Helen y Toby eran los que menos sospechas podían levantar y
se encargaron de conseguirlos. No encontraron oposición. La clave
del depósito donde se encontraban no fue problema para el robot y
veinte minutos después volvían al laboratorio.
Una vez equipados, empezamos la procesión hasta el hangar de
las lanzaderas. «Chistoso» nos abría todas las puertas y conseguía
que pasásemos los controles militares sin ningún problema.
Bastaba una mirada feroz, para que los guardias de Seguridad no franquearan las puertas, temblando. ¡Menos mal, porque pocmás
hubiésemos podido hacer! El ceceo del jerk habría echado por
tierra nuestro disfraz. Yo procuraba pasar desapercibido. Mi
destitución habría circulado como un reguero de pólvora entre el
personal de la base, pero la presencia del falso Mac Pherson legiti-
maba la mía. Podía ser un acompañante, un lacayo, o un prisionero...
¡Qué importaba!
El gigantesco hangar de s lanzaderas me recordó el recinto de
la Reina-Madre de los c’laaks. Alrededor de la enorme cinta
transportadora, los técnicos se afanaban como hormigas, llenando
los containers con su delicada carga de huevos, convenientemente
protegidos. Al final, esperaban las bodegas de una lanzadera. A
medida que éstas estaban llenas, se ponían en movimiento hacia su
rampa de lanzamiento. Varias esclusas de seguridad para evitar la
pérdida de oxígeno, separaban el hangar de la rampa. Unvez
estuviéramos en ella, no habría forma humana —y esperaba que
inhumana— de hacernos volver atrás.
Mientras nos acercábamos al centro de control del hangar,
«Chistoso» y yo simulamos conversar animadamente, acentuando
por mi partlos asentimientos con la cabeza. Queríamos dar la
impresión de que sólo recibía órdenes de su «alteza», el general
Mac Pherson. Cuando llegó el momento de hablar, el jerk se dedicó
a contemplar las instalaciones con aire ausente, piernas abiertas y
bien asentadas en el suelo, manos en la espalda. Como un dios que
considerase indigno bajarse a hablar con sus criaturas.
—El general quiere trasladarse a la nave de los c’laaks. Prepare
la próxima lanzadera para que podamos acomodarnos en ella...
Al mando del centro se encontraba un técnico que nunca me
había sido simpático. Se llamaba 0,Leary y solía discutirme las
órdenes hasta la saciedad. Ahora sabía el motivo. Había
abandonado sus ropas civily lucía un esplendoroso uniforme del
ejército. Otro de los hombres de Mac Pherson.
Miró dubitativamente al «general», antes de dirigirse a él:
—Pero, señor. Hace un momento que he hablado con usted y me
dijo que...
—Cambio de planes, 0,Leary —le atajé—. Tenemos que
entrevistarnos personalmente con el capitán de la nave.
Me fulminó con la mirada.
—Usted cállese, Larsen. Afortunadamente, ya no puede dar
órdenes aquí...
—Pero las da el general... ¿Pretende discutir las suyas, tanto
como discutía las mías...? ¡No se lo recomiendo! ¡El general suele ser
bastante menos paciente que yo!
Aquello tocó hueso. Un relámpago de miedo cruzó por los ojos
de 0,Leary. Si podía evitarlo, no se enfrentaría con su superior.
— ¿Señor...? —interrogó, mirando al «general».
«Chistoso» hizo un ademán de cabeza tan enérgico, que temí
que se le desprendiera del tronco. Al fin y al cabo, no estaba muy
seguro de la cohesión de sus moléculas.
O,Leary, todavía dubitativo, volvió a la carga:
—Permítame recordarle, mi general, que es muy peligroso...
Obedezca miz ordene...! —restalló el jerk.
— ¡Tranquilo, general! ¡No se excite! —Corté, antes de que se le
escapasen más zetas en lugar de eses—. Estoy seguro de 0,Leary, a
pesar de las apariencias, no pretende discutir sus órdenes y se juzgado por un consejo de guerra sumarísimo. Sólo se preocupa por
nuestra suerte...
— ¡Eso es, señor! ¡Sólo me preocupaba por usted! —se apresuró
a afirmar O,Leary. Y añadió en voz baja—. ¡Jesús, consejo de guerra!
Pero «Chistoso» ya se había embalado y no lo pude frenar.
—Puede dar graci..., euh, agradecer que tenem..., euh, que no hay
tiempo que perder... ¡Prepare la lanzadera de una vez!
O,Leary desapareció al trote sin añadir una sola palabra más.
Pero iba con los dientes apretados.
—No te pases, «Chistoso» —advertí, cuando estuvimos solos—.
Si nos descubren, nos fusilarán en el acto por deserción y traición a
la Tierra.
— ¡Oh, pero ez tan emozionante! ¡Zi lez llegó a gritar azi a loz
míoz, aún eztarían rajándoze de riza! ¿Ze dice azi?...
—Partiéndose, pero es igual.
—Zoiz una raza con grandez pozibilidadez comercialez —
untó el jerk—. Tenemoz un ziztema de autocontrol mental y
aptitud hipnótica para el mando a muy buen prezio. Creo que lo
venderez como churra...
—Como churros —rectifiqué—. De acuerdo, pero cállate. Aquí
vienen.
0,Leary nos condujo a la primera lanzadera dispuesta para
partir. Cuando la puerta se cerró a nuestras espaldas, Helen y yo
cruzamos la mirada y nos sonreímos mutuamente. Todo estaba
saliendo bien.
— ¿Alguien te ha dicho que tienes una sonrisa preciosa? —
pregunté, intentando romper el hielo.
Helen, sin abandonar su expresión, me contestó:
—Naturalmente, es una cursilada muy típica. Ramona, sin ir más
lejos, va contando que es uno de tus latiguillos habituales...
Si hubiera tenido cemento a mano, me hubiera tapiado la boca.
No le dirigí la palabra en todo el viaje.
Sólo sentí una leve presión cuando la lanzadera luchó con la baja
gravedad de la Luna para elevarse hacia la nave de los c’laaks. No
tenía ni la menor idea de cómo convencer al capitán c’laak de que
no había motivo por el que preocuparse, de que recogiesen sus
huevos y volviesen a su sistema silbando alegremente la última
canción de moda. Y lo peor es que ya no quedaba mucho tiempo
para pensarlo.
A medida que nos acercamos a la nave, un sentimiento se iba
apoderando de mí: habíamos salido de la sartén para caer en el
fuego.
6
Cuando desembarcamos en la nave de los c’laaks, «Mac
Pherson» ya no estaba entre nosotros. No sabía si el general había
«hablado» recientemente con el capitán de la nave y nosotros
intentábamos alejar sospechas, no aumentarlas. El c’laak se podr
preguntar qué hacía en su nave el human, teóricamente, debía
estar en la Luna. Además, sería muy raro que un general terrestre
hiciera de intérprete entre el capitán y nosotros, si poco antes no
chapurreaba una palabra de c’laak.
El recibimiento no fue ni mucho menos triunfal. Tenían motivos
para ser desconfiados y nos trataron sin miramientos. Un c´laak
puede soportar perfectamente y desenvolverse sin ningún
problema en una atmósfera terrestre, pero un humano no
soportaría el ambiente natural de las «hormiguitas» más de dos mi-
nutos. Cuando nos llevaron ante el capitán de la nave, apenas se
molestaron en insuflar un poco de oxígeno en la sala. Helen y yo
parecíamos haber terminado de escalar el Everest unos segundos
antes: jadeábamos ostensiblemente, intentando inhalar hasta la
última molécula respirable.
La conversación fue larga y pesada. Afortunadamente, las
pausas en las que «Chistoso» traducía mis palabras al c’laak, me
daban un poco de tiempo para pensar la respuesta siguiente. Más o
menos, todo transcurrió de la siguiente forma:
Empecé lamentando, deplorando todos los inconvenientes
sufridos, pero teníamos problemas en la Luna. La idea de la
enfermedad que azotaba a los pobres humas como una plaga no
me parecía excesivamente brillante» pero no se mocurría otra.
Tuve que cambiar la imagen de enfermedad, por la de «incapacidad
temporal». Al menos, ésta sí era comprensible por los c’laaks,
aunque les provocó una extremperplejidad.
Para ellos, la situación tenía una respuesta fácil. Bastaba con
cambiar a los humanos aquejados de aquella «incapacidad
temporal». Tuve que extenderme en mil explicaciones sobre las
diferentes concepciones de humanos y «hormiguitas». Ellos simple-
mente hubieran tirado a la basura a sus «incapacitados».
Mayor perplejidad todavía les provocó la idea de que no todos
los terrestres podíamos sustituir con eficacia y garantía a los
encargados de un trabajo específico. Me temo que, como raza,
estábamos perdiendo puntos a una velocidad apabullante. Y me lo
confirmó la próxima sugerencia del capitán de la nave: si nosotros
no encontrábamos sustitutos adecuados, ellos se brindarían muy
complacidos a ocupar esos puestos necesarios para el normal
desenvolvimiento de la estación lunar. No les supondría ningún
problema porque eran preparados» eficientes y bla, bla, bla...
Le dejé hablar y exponer toda su autopropaganda y la
conmiseración que les provocábamos una raza tan poco organizada,
porque me había colocado contra la pared. Había sorteado
fácilmente todas mis pegas y trabas. No tenía otro remedio qu
acercarme peligrosamente a la verdad, aun a riesgo de que sacase
sus propias deducciones.
Por supuesto que los magníficos c’laaks podían sustituir a l estúpidos humanos, si no les importaba el riesgo de contagio. Los
primeros estudios habían certificado dicha posibilidad e, incluso,
algunos de sus compatriotas mostraban síntomas de ser proclives a
padecer la enfermedad.
Me di cuenta de que había metido la pata cuando el capitán de la
nave, apenas «Chistoso» le hubo traducido mis palabras, esgrimió
un potente láser entre sus tenazas. No tuve que decir nada al jerk.
No entendí un solo chasquido de los que emitía, pero pude
comprender que le estaba tranquilizando. Nosotros no éramos
portadores de la temida enfermedad. Pero, a partir de ese
momento, pude comprobar que mantenía el láser a su alcance.
Y, tras las precauciones, la pregunta. ¿No podría su Reina
contagiarse también de la estúpida enfermedad terrestre? ¿Cóm reaccionaba esa enfermedad en los c’laaks? Si la enfermedad  causaba la «desaparición» de los c’laaks, no entendían por qué no
podían bajar a la Luna. Si la causaba, necesitaban extremar los
cuidados y precauciones en torno a su Reina-Madre. En ambos
casos, tenían el derecho y la necesidad de ir a la estación.
—Y zi exizte el riezgo de contagio —añadió por su cuenta el
jerk— tendríaiz que haberlo advertido antez de enviar loz huevoz.
— ¡No digas tonterías! ¡No existe contagio, porque no existe
enfermedad! —estallé.
o lo zé, tú lo zabez, pero él no.
—Y espero que siga sin saberlo.
—De todaz formaz, eztá ezperando rezpuezta.
Quieren bajar, ezo ez evidente.
Y era evidente que no podían hacerlo.
—Dile que intentaremos solucionar los problemas lo antes
posible, pero que no puedo prometerle cuándo...
Mientras «Chistoso» traducía, intenté concentrarme en el rostro
del c’laak, cubierto de una piel quitinosa, en sus antenas, en el
movimiento de sus ojos facetados, en el entrechocar de sus
mandíbulas, en algo que pudiera darme una pista de sus planes e
intenciones, pero era inútil.
Sus rasgos eran demasiado distintos para poder leer en ellos
decisiones o emociones.
—Dice que viven por y para zu Reina-Madre —me transmitió el
jerk— y que ze marcharán zin azegurarze que eztá a zalvo... ¡Lo
ziento, Zcott, no hay forma de convencerle!
— ¡Dios! ¡Si pudiésemos hablar con Thadeus! —maldije—.
Quizás a estas horas esté todo solucionado. Pero si nos
comunicamos con él —suponiendo que Mac Pherson acceda—, verá
lo que está ocurriendo...
—Laz cozaz eztán mucho peor ezo —siguió «Chistoso»—.
No me haz dejado terminar. Dice que zi el único problema para
acceder a la eztación lunar zon loz humanoz enfermoz y el riezgo de
contagio, elloz ze encargarán de eliminar eze problema...
— ¿Eliminar el problema significa eliminarnos a nosotros, los
humanos...? —pregunté, sintiendo una terrible opresión en el
pecho.
El jerk se tomó su tiempo para contestar.
—Me..., me temo que zí... En cuanto terminen de cargar zu huevoz, la nave maniobrará para atacar laz inztalacionez lunarez
terreztrez...
— ¡No puede hacer eso! ¡No puede empezar una guerra! —aullé,
fuera de mi.
—No lo entiendez, Zcott. Para loz c´laakz, loz individuoz no zon
nada, zon fácil y zimplemente reemplazablez. Loz c’laaks zólo ze
comprenden zi loz tomaz como una raza, como un zolo organizmo.
Elloz mizmoz ze zacrificarían para azegurar la zupervivencia de zu
Reina-Madre. Azi que, ¿por qué no iban a zacrificar a unoz cuantoz
humanoz, que tú mismo reconocez que eztán enfermoz y por tanto
zon inútiles...? ¡Lo harán, Zcott, y no podemoz impedírzelo!
Toda la tensión estalló en mí como una granadincandescente.
Toda la rabia, toda la impotencia con que me hía enfrentado los
últimos días, se transformó en furia incontrolable. Yo, que había
estado intentando apelar a la razón, a la cordura, me convertí en
una fiera rabiosa, arrojándome contra aquel insecto bípedo que
pretendía matar a miles de los míos de un plumazo. Sin maldad, sin
rencor, sólo por eficiencia.
Lanzando un grito enloquecido, salté sobre él, deseando hundir
mi puño en su coraza, deseando ver su sangre salpicar lparedes,
deseando que con su muerte y su terquedad, terminase aquella
caótica situación.
No llegué a tocarle. No sé si estaba esperando mi reacción, pero
se apartó velozmente e mi camino, dejando que me estrellase
contra su mesa. Antes de poder ponerme en pie, ya habían caído
sobre mí más de media docena de «hormigas», cerrando sus pinzas
en mis miembros, oprimiéndome contra el suelo, aplastándome con
su peso, no dejándome respirar...
Me desvanecí.
Después, supe qume había salvado de milagro gracias a las
heridas de mi combate contra el gladio.
«Chistoso» y Helen, aseguraron que era el dolor de esas heridas
el que me había vuelto loco. No fue muy buen comienzo, porque el
capitán de la nave mantenía su teoría de suprimir los enfermos e
útiles. Pero no en vano los jerks eran los comerciantes más
inteligentes de la galaxia. De la misma forma que podía haberle
vendido una nevera a un esquimal, le vendió la idea de que no podía
eliminar a un representante de la Reina-Madre terrestre. Mi
precioso pellejo estaba una vez más a salvo. Un poco cascado, pero
a salvo.
Todavía estaba buscándome los pedazos de cabeza qu
parecían faltar —sólo así se podía explicar el dolor que me
aniquilaba—, cuando el capitán c’laak nos mandó llamar. ¿No era yo
el representante de la Reina-Madre terrestre?... Pues me daría una
demostración de lo que un buen servidor debería hacer.
El puente dmando de la nave era lo más parecido a un
hormiguero que jamás había visto en mi vida: una actividad
desenfrenada,  teóricamente  caótica,  pero  absolutamente
organizada. En las pantallas de observación podíamos ver el
espacio y la Tierra, pero la mayoría estaban enfocadas en la Luna y
parecían moverse, aunque en realidad éramos nosotros los que lo
hacíamos. La nave estaba dejando la órbita y empezado su
operación de ejemplaridad.
Nos situaron junto al capitán de la nave, pero separados de él
por una barrera de c’laaks. Esta vez ni siquiera podría acercarme.
Antes, sería despedazado.
Una de ls «hormigas» se acercó a su capitán, lanzando un
chorro de chasquidos que «Chistoso» me tradujo:
—Vueztro general Mac Pherzon pide hablar con el capitán de la
nave. Ze debe haber dado cuenta de la maniobra...
Instantes después, una extraña bola de fulgor dorado pareció
expandirse a un par de metros por delante del capitán c’laak para
permanecer inmóvil e ingrávida frente a él. El fulgor fue
prontamente reemplazado por la imagen de Mac Pherson y, tras él,
otro jerk. Su traductor, evidentemente.
Desde nuestra posición, apenas podía oír lo que decía Mac
Pherson, e intentar descifrar el jeroglífico c’laaks era idiota.
¿Puedes oír lo que dicen? —pregunté a «Chistoso».
— ¡Claro que zí! —exclamó—. ¿Tú, no?...
ás o menos —mentí—, pero iero asegurarme. Suéltalo.
—Mac Pherzon quiere zaber por qué ze eztán acercando tanto a
la Luna, pero el capitán c’laak zólo le contezta que zu único motivo
ez zervir bien a zu Reina-Madre, que no ze preocupe...
— ¿Quieres decir que ni siquiera le avisa del ataque? —
pregunté, asombrado.
—Por zupuezto que no. ¿Tú lo haríaz...?
Le maldije mentalmente y me concentré en la esfera. Mac
Pherson estaba nervioso, desconcertado. Se veía venialgo, pero no
sabía qué, cómo y cuándo. Decidí jugarme el todo por el todo.
— ¡Mac Pherson! —grité con todas mis fuerzas.
El general miró a un lado y otro, atónito. Su videófono no me
enfocaría, pero me había oído.
¿Larsen...? ¿Dónde...?
— ¡Estoy en la nave c’laak! ¡Van a destrozar las instalaciones
terrestres! ¡Si tiene forma de destruir esta nave, hágalo ahora! ¡No
se preocupe por mí!
El desconcierto de Mac Pherson se transformó en rabia y odio.
— ¡Maldito hijo de perra! ¡Le aseguro que usted sería la última
de mis preocupaciones!
Los c’laaks que nos rodeaban se movían nerviosos, sin saber qué
hacer. Sus órdenes debían ser impedirnos cualquier movimiento,
pero no nos estábamos moviendo. Hasta que recibieran nuevas
instrucciones, quizá pudiera...
— ¡Quise convencerles de que se marcharan, pero no han
querido hacerme caso! ¡Destruya la nave, o evacúe la base! ¡Lleve a
los hombres al Mar de las Lluvias!
El capitán c’laak chasqueó una orden y una pinza atenazó mi
garganta. Si la cerraba, me degollaría, así que me callé. La esfera
desapareció y, con ella, la imagen de Mac Pherson. El trepidar de los
motores se intensificó y la Luna de las pantallas empezó a acercarse
a mayor velocidad. Los acontecimientos se precipitaban.
La suerte estaba echada.
O eso creí.
Bruscamente, la imagen de nuestro satélite desapareció de una
de las pantallas y fue sustituida por el vacío del espacio.
No, no era el vacío. La negrura parecía ondular, retorcerse sobre
sí misma como una gigantesca bestia negra. Un segundo después,
aparecía una nueva imagen: una nave espacial.
Conocía el diseño. Lo había visto una sola vez, pero había tenido
bastante... ¡Era una nave gladia!
—Creo que vamoz a ivertirnoz, Zcott... —susurró «Chistoso»—.
Zozpechaba que loz gladioz eztarían al acecho, pero no creí que ze
dejazen ver...
— ¿Quieres decir que siempre ha estado ahí? ¿Qué los gladios
han tenido una nave espacial a tiro de piedra de la estación lunar y
nuestros radares no han podido captarla? —pregunté, parpadeando
desconcertado.
— ¡Oh, eztamoz muy orgullozoz de nueztro ziztema de
muflaje! —Aceptó el jerk—. Nhay detector en la galaxia que zea
capaz de trazpazarlo. Bueno, zólo uno, pero lo vendemoz muy caro.
Cazi nadie noz lo compra... Ezta zituación aumentará laz ventaz. Oz
eztaremoz muy agradecidoz.
Estaba a punto de saltarle al cuello —si es que lo encontraba—,
cuando la esfera dorada volvió a formarse frente al capitán de la
nave c’laak. Esta vez no era Mac Pherson, sino un gladio.
—Ya sabes lo que te toca —mascullé dirigiéndome a «Chistoso»
y conteniendo las ganas de destrozarlo con mis manos—. ¡Traduce!
—Por zupuezto, Zcott. Pero quiero que zepaz que eztoy
corriendo un grave riezgo comercial por ti. No zé zi podraz pagar
todoz miz zervicioz. La cuenta ya ez enorme...
El ajetreo de los últimos días, los golpes y heridas, debían
haberme afectado lsesera. Era la única explicación posible. No
podía oír lo que creía estar oyendo.
— ¿Estás..., estás insinuando que pretendes cobrar la ayuda que
nos  has  prestado?  —Escupí,  abriendo  y  cerrando
espasmódicamente las manos—. ¿Estás insinuando que lo has
hecho por dinero?
— ¿Por qué otra coza lo iba a hacer...? —respondió el jerk,
perplejo—. Aunque también admito mineralez raroz, o...
¡Cállate y traduce!
— ¡Oh, puedez imaginártelo! Loz gladioz no eztán dizpueztoz a
dejarlez atacar. Podrían poner en peligro a loz zuyoz en la Luna.
Pero loz c’laakz atacarán de todaz formaz, loz conozco bien. Azi que
terminarán combatiendo entre elloz...
¡Un combate espacial! ¡Iba a ser testigo interesado de una
talla entre dos naves interestelares! Me pregunté si estaría en el
bando ganador. De otra forma, mis nietos se quedarían sin oír la
historia de primera mano.
— ¿Qué posibilidades tenemos? —le pregunté al jerk.
—Bueno, laz navez de loz gladioz no zon de laz mejorez.
Comprenderá que no podemoz vender a ezoz bárbaroz material de
primera calidaz. Eztán tan locoz, que podrían terminar por uzarlo
contra nozotroz...
— ¡Vosotros también vendéis las naves! —No sabía si reír o
llorar. ¿Hasta dónde llegarían las actividades de aquellos granujas?
— ¡Por zupuezto! —exclamó triunfante.
—No es que me guste la idea de ver cómo destrozan a los
gladios, pero al menos, sobreviviremos...
— ¿Quién te ha dicho ezo? —exclamó «Chistoso».
Me volví hacia el jerk, mientras mi sexto sentido repiqueteaba
enloquecido, señalándome el desastre.
—Tú acabas de decir que las naves de los gladios no son buenas
para el combate...
—Zí, y ez verdad. Pero la de loz c’laakz zomucho peorez. Ni
elloz mizmoz podían penzar en que combatirían con ezoz azezinoz
de los gladioz, azi que cazi no ze preocupan por el armamento. En
rezumen, para decirlo claramente, zi te he de zer zincero y quiero
zerlo, y para no andarmcon rodeoz, ya que no ez el momento máz
adecuado, y zin quererte dezmoralizar máz de lo que eztáz, y...
— ¡Termina de una vez!
Los jerks no respiran aire, pero creí oír un hondo suspiro en
«Chistoso» antes de que contestase:
—Como quieraz... ¡Noz harán pedazoz!
7
La batalla fue decepcionante.
Debíamos haberlo imaginado, pero supongo que no pudimos
sustraernos a la magia de varios siglos de literatura, cine, vídeo y
láser. No me apetecía la idea de vagar a trozos por el Universo, pero
sí esperaba sentir los bruscos cambios de presión, las velocidades
cambiantes, la persecución quizá. Luces multicolores, explosiones,
fragor..., ¡en fin, no sé! No ocurrió nada de eso.
La tecnología dominaba sobre la aventura.
Cuando ambas naves decidieron entablar combate, todo pasó al
automatismo. Un segundo, y estábamos viendo la nave gladia
abalanzarse hacia nosotros, a través de las pantallas. El siguiente, y
la imagen había desaparecido, dejándonos un recuerdo en forma de
agujeros y silenciosos estallidos de múltiples aparatos de control,
consolas, luces y macabro silbido del aire escapándose
vertiginosamente en el vacío.
Como en un sueño, vi los c’laaks volar, impulsados por la
atmósfera fugitiva, en medio de un pandemónium de fragmentos de
cristal,  acero,  plástico,  y quiéabe cuántos materials
sconocidos por el hombre. La imagen sólo duró un instante antes
de sentirme aspirado yo mismo, a pesar de todos mis esfuerzos por
resistirme.
Apenas tuve tiempo de mirar a Helen patalear en el aire.
Inconscientemente, mi mano se cerró sobre su tobillo, mientras la
otra arañaba la pulida superficie del suelo, buscando en vano un
asidero. No lo encontró.
De repente, sentí una tenaza en mi muñeca. Era de Toby. Había
conseguido afianzarse en una de las consolas y aguantaba nuestro
tirón. Tuve deseos de gritarle que nos soltase, que sólo lograría
prolongar unos segundos nuestra agonía. El efecto de aspiración
terminaría cuando la atmósfera escapase al vacío y, con ella, toda
esperanza de vida.
No pude hacerlo. Apenas había abierto la boca, cuando algo se
deslizó por mi nuca, algo viscoso y helado que habló directamente a
mi mente:
— ¡Utiliza loz depózitoz de emergencia del traje! ¡Rápido!
Al borde de la inconsciencia, manipulé torpemente las válvulas
de mi traje espacial y sentí el frescor inenarrable del aire
penetrando en mis pulmones. Aspiré repetidamente varias veces,
hasta conseguir aclarar un poco mi mente.
— ¡He... len...! —balbucí.
—No te preocupez, también ella eztá a zalvo..., ¡de momento!
«Chistoso» había formado una burbuja alrededor de nuestras
cabezas, encajándose en los bordes del traje espacial.
Era un casco perfecto, aunque opaco.
—Ciegos no llegaremos muy lejos —comenté—. ¿No hay forma
de poder ver...?
—Intentaré eztirar mi maza al máximo, hazta hacerme
tranzlúcido, pero no garantizo el hermetizmo.
—Inténtalo. Si el aire escapa, siempre puedes volver a
comprimirte...
— ¿Tienez idea de lo que puede coztarte ezto? —apuntó el jerk,
mientras veía aparecer sombras en mi campo de visión.
Una de sus típicas risitas, interrumpió todo lo que pensaba de él.
Desde luego, nada agradable.
—La vida no tiene precio, «Chistoso».
— ¡Oh, no eztéz muy zeguro de ezo! Laz tenemoz perfectamente
catalogadaz, aunque ez cierto que loz humanoz todavía no eztáiz en
nueztraz liztaz.
— ¡Vaya! ¿No habéis tenido tiempo suficiente?
—Zí, pero todavía no hemoz encontrado nada que oz haga
valiozoz. Creo que zeríaiz un mal negocio... ¡La eztupidez no ze
puede vender!
Esta vez fui yo el que estallé en carcajadas. Quizá era por
ridícula situación, o por el exceso de oxígeno. Por si acaso, reduje la
admisión.
—Ezpera un momento —oí decir al jerk—. Helen ha tenido una
buena idea...
A pesar de que el interior de la nave ya no contenía atmósfera
de ninguna clase y la succión había terminado, no había soltado a
Helen del tobillo. Nos encontrábamos muy próximos, en cubierta,
sentados en el suelo. El cuerpo de «Chistoso» formó un pequeño
túnel, sin soltarse de su anclaje en el traje. Yo estaba en uno de los
extremos, el rostro de Helen apareció en el otro.
— ¿Todo bien?... —preguntó sonriente.
—Dejando aparte que nos encontramos en una nave muerta,
que apenas nos queda oxígeno para un par de horas y que la
Humanidad puede ser destruida de un momento a otro..., ¡sí, todo
va bien!
—Podía zer peor, Zcott —apuntó el jerk—. Tuvimoz zuerte de
que loz dizparoz de loz gladioz no tocaran algunoz puntoz
peligrozoz. La nave podría haber explotado, o estar bañada de
radioactividad.
—Gracias por darnos ánimos, pero no insistas —interrumpí—.
¿Qué tal si intentamos llegar hasta nuestra lanzadera? Si está
intacta, todavía podremos volver a Luna...
— ¡...Para comparecer ante un pelotón de fusilamiento, si es que
aún se estila! —añadió Helen, con la «enorme» moral que la
caracterizaba.
—Después nos preocuparemos de los detalles que nos tendrá
preparados Mac Pherson. De momento, echémosle un vistazo a la
lanzadera...
Caminando lentamente y con precaución, para mantener la
estabilidad de «Chistoso» sobnuestras cabezas, recorrimos los
laberíntics y fantasmales corredores de la nave c’laak. De vez en
cuando, nos topábamos con cadáveres que flotaban en la ingravidez
que nos rodeaba. De no ser por el jerk, habríamos vagado por l nave hasta que el oxígeno se hubiera agotado, ya que sólo él era
capaz de descifrar los signos que adornaban puertas y paredes. Por
fin, nos contramos ante uno de los hangares.
—Bien, cruzad los dedos, chicos... —anuncié solemnemente,
antes de abrir la puerta.
—Hazlo por mí, Zcott —comentó jocosamente «Chistoso»,
dejando escapar una de sus habituales risas—. Yo lo tengo un poco
difícil...
Creo que, mientras abría la puerta, cerré los ojos.
Cuando los abrí, allí estaba la lanzadera, frente mí, intacta,
reluciente... ¡Pero sólo en su mitad delantera! La trasera no era más
que un amasijo informe de chatarra, calcinada...
—Bien, todo acabó... —murmuró Helen en voz tan baja que
apenas pude oírla.
—No te lamentes demasiado. Al paso que van las cosas, sólo nos
anticiparemos a los demás. No tardarán en seguirnos, sean gladios o
c’laaks los que rematen la faena...
—Hablando de gladios... —apuntó Helen, señalando a un lado.
Allí estaban. Media docena de gladios, armados hasta los
dientes, merodeando por el hangar.
—Buzcan supervivientes —avisó el jerk—. Les encanta rematar
zuz victoriaz...
—Atrás —ordené—. Si podemos emboscarnos, quizá les
sorprendamos uno a uno.
No pudimos dar ni un solo paso. Los gladios nos descubrieron y
avanzaron hacia nosotros, preparando sus armas. Tenían todo el
aspecto de un arsenal viviente. Y mortífero.
—Bueno, por lo menos no moriremos de asfixia —dije, a modo
de consolación.
Pero los gladios no atacaron. Ante nuestra sorpresa, se limitaron
a hacernos señas de que les siguiéramos hasta las puertas
exteriores del hangar. Flotando a unas decenas de metros, s encontraba una pequeña nave de combate, apta para una docena de
personas. O gladios. Querían que les acompañásemos hasta ella.
Tras recoger nuestros cascos y dar así un respiro a «Chistoso»,
les obedecimos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Sus trajes
espaciales tenían pequeños propulsores y, sujetos cada uno de
nosotros por dos gladios, franqueamos la distancia hasta el caza.
Unos minutos después, nos hallábamos a bordo de la nave gladia.
La indiferencia había sido la tónica general en nuestro
encuentro con los c’laaks. Los gladios no eran tan fríos. Mientra
nos guiaban hasta el puente, podíamos palpar en el ambiente el más
absoluto desprecio. El contacto con nuestros «vecinos» galácticos
no contribuía excesivamente a mejorar nuestro amor propio.
El capitán de la nave gladia, un tal Fecus, nos miró de arriba  abajo cuando fuims llevados ante él. Movió la cabeza de un lado a
otro y alzó las manos en un gesto de extrañeza:
—No entiendo por qué Regnus tiene tanto interés en vosotrs
—a pesar de la profundidad y tono gutural de su voz, podíamos
entenderle perfectamente. Tampoco era tan extraño. Aquella nave,
además de «velar» por la seguridad de los gladios de Luna, debía
tener otras misiones, y suponía que la de espionaje no era la menos
importante. Seguramente, la mayor parte de los gladios de aquella
nave hablaban uno u otro lenguaje terrestre. Fecus continuó—:
Habría sido mejor despedazaros, pero quiere que seáis llevados a
Clavius.
— ¿Sabe algo de la Reina-Madre de los c’laaks? —pregunté
ávidamente. Quizá hubieran resuelto ya el problema.
— ¿De ese gusano estúpido? —el gladio lanzó una serie de
gruñidos y rugidos en rápida sucsión. No necesitaba entender su
idioma para darme cuenta que estaba expresando la misérrima
opinión que le merecía la aludida, pero hasta «Chistoso» pareció en-
gerse un poco sobre sí mismo, impresionado—. Tenemos otras
cosas más importantes de las que preocuparnos. Por ejemplo, el
mensaje de los c’laaks.
— ¿Qué..., qué mensaje? —titubeé, sintiendo que la pesadilla
empezaba de nuevo.
—Antes de ser destruidos, consiguieron avisar a su planeta. No
creo que su Flota tarde demasiado en converger sobre nosotros...
«Chistoso» extendió un tentáculo hacia mí. En él, se encontraba
una pequeña tablilla, llena de jeroglíficos indescifrables.
— ¿Te importa que pazoz cuentaz ahora por miz zervicioz?
Creo que dezpuéz ya zerá demaziado tarde...
No le hice caso y me encaré con el capitán gladio.
— ¿Han avisado los gladios a su propia Flota? Quizá consiga
llegar antes que la de los c’laaks...
—Imposible. La mayor parte de nuestra Flota se encuentra muy
ocupada en Signus-IV, aniquilando unos rebeldes. Además, ¿para
qué la necesitamos...? ¡Nosotros podemos encargarnos de esos
insectos!
—Fanfarronea, como ziempre —advirtió el jerk.
Fecus debió oírle, porque fijó su vista en él, dejando al
descubierto sus colmillos. Un instante después, lanzó un aullido
estentóreo que después supe era el equivalente a una carcajada.
—Quizá tengas razón, usurero —aceptó alegremente—. Pero
será una buena batalla y nos cubriremos de gloria. Quizá muramos,
pero moriremos matando... ¡Eso te lo aseguro!
Y su aullido de alegría fue coreado por los gladios que se
encontraban en el puente de mando.
¡Morir matando! Me parecía una estupidez, un sacrificio inútil,
pero, en todo caso, era mucho más de lo que podríamos hacer
nosotros. Nos cazarían como conejos en una madriguera.
8
Horas después, nos encontrábamos en Clavius, con Regnus y los
gladios, esperando el ataque.
Regnus no quiso entregarnos a Mac Pherson, a pesar de todos
los ruegos —primero— y las amenazas —después— del general. Al
parecer, lo que para mí había sido una maniobra desesperada con la
que intentaba evitar el ataque de la nave c’laak a Luna, el gladio lo
había tomado como un ejemplo supremo de valor. «Meterme en la
boca del lobo», como decía, me había hecho ganar muchos puntos
ante él. Creo que le caía simpático, tan simpático como puede caerte
esa mascota que, a pesar de ser todavía un cachorro, mordisquea
fiera e inútilmente, intentando demostrar sus habilidades.
Regnus era un caso.
Estaba convencido de que, con el tiempo, nos saldrían los
colmillos suficientes como para presentar batalla. Y no lo decía en
sentido figurado, pues enseñaba orgullosamente su dentadura.
Claro que, cuando nos hubiese crecido esa famosa dentadura, po-
dríamos convertirnos en peligrosos enemigos para los mismos
gladios  y  entonces, siempre según Regnus, tendría qu
aniquilarnos. Pero, entretanto, podríamos compartir y disfrutar de
unas cuantas matanzas. ¡Simpático, el chico!
Sorprendentemente, no parecía pasar por su cabeza la idea de
que podríamos morir ante el asalto de la flota c´laak, pese a que la
opinión de «Chistoso» era concluyente. Conocía bien la potencia de
ambos tipos de nave y, aunquya nos había advertido la superiori-
dad de la de los gladios sobre la de los c’laaks, el número acabaría
imponiéndose. No había esperanza.
Ni siquiera por parte de Thadeus. Las comunicaciones con el
pabellón de los c’laaks habían sido interrumpidas y prohibidas,
pero Toby, una vez más, parecía haber superado todos los
inconvenientes. Nadie parecía prestar especial atención a un robot y había conseguido entrar y salir con relativa facilidad,
estableciendo una línea de comunicación entre Thadeus y nosotros.
Pero casi no la utilizábamos.
La Reina-Madre de los c’laaks ya no era la majestuosa y extraña
procreadora de toda una raza, el emblema viviente de todo lo
sagrado para sus hijos. Se había convertido en un cascarón duro y
reseco, inmóvil y áspero, del que apenas podían advertirse signos
vitales en su interior. Los instrumentos médicos de Thadeus apenas
podían atravesar el duro caparazón. La Reina-Madre, el «gusano
infecto», el «salchichón gigante», parecía haberse retirado a su pro-
pio interior, para morir con un poco de dignidad. ¿Por qué? Eso era
algo que, probablemente, nunca averiguaríamos. Con ella
desaparecían dos razas: la de los c’laaks y la humana.
Thadeus se había dado por vencido, aunque ni él mismo
quisiera reconocerlo. Sólo su tozudez le mantenía en el pabellón de
las «hormigas», pero su entusiasmo había desaparecido. Se limitaba
a informarnos de las novedades, y aun éstas, eran escasas.
Sólo unsa conseguía que no me derrumbase: Helen.
Nuestra convivencia con los gladios dio como resultado un
mayor acercamiento entre ambos, pues compartíamos la mayor
te del tiempo. Incluso «Chistoso» desaparecía de vez en cuando
para realizar misteriosos «servicios», necesarios para mantener la
buena economía de los jerks y la fama de comerciantes que habían
conseguido. Solía decir: «Cuando ze tiene nueztra reputación, no ez
azi porque zí. Noz guzta y eztamos orgullozoz de ella.»
Una tarde —terrestre— que estaba particularmente neurótico
por verme cruzado de brazos, Helen me dirigió una sonrisa
sarcástica, antes de decir:
— ¿Echas de menos a tu secretaria? Creo que se sabe consolar
muy bien con el general Mac Pherson... —no me preguntéis cómo
había podido enterarse. Hay secretos que las mujeres saben
mantener. Pocos, muy pocos, pero los hay.
Le dirigí una mirada de perro apaleado.
No crees que ya te estás pasando con tanta insinuación?
— ¿Insinuación...? ¡Chico, no tienes bastante con balas, necesitas
cañonazos!
—Escucha, Ramona trabajaba para Mac Pherson. Ella me
vigilaba y yo tenía que vigilarla a ella... ¡Eso era todo!
—Y, ¿la vigilabas mucho...?
—Hombre, yo...
— ¿La vigilabas a fondo...?
—Hacía lo que podía,..
Helen estaba fuera de sí y me preparé por si intentaba sacarme
los ojos.
— ¿Pretendes decirme —masculló, casi echando espuma por la
boca—, pretendes que me crea que estabas liado con esa furcia,
sólo porque era un agente de Mac Pherson...?
—S...sí...
— ¡Ah, bueno! Entonces...
Y sin decir nada más, se despojó hábilmente del mono qu llevaba encima, saltando sobre mí. Antes de sentir su agradable
peso, pude darme cuenta de una cosa: de un pequeño lunar situado
bajo su pezón izquierdo. ¡Hablaría muy seriamente con «Chistoso»!
Mientras abría cadenciosamente las costuras de mi mono —ella,
claro; yo estaba demasiado sorprendido—, susurró dulcemente:
— ¿Por qué no me lo dijiste antes?
¿Qué podía respondr?
¿Cómo podía saber que tú...?
— ¡Dios, cada vez sois más tontos! ¡El tiempo que hemos
perdido!
—Y el poco que nos queda...
—Tendremos que aprovecharlo, ¿no...?
Y lo aprovechamos... ¡Vaya si lo aprovechamos! ¡Como si cada
hora, cada minuto, cada segundo, fuera el último! Al final, casi
deseaba que lo fuera. ¡Apenas podía tenerme en pie!
Pero el tiempo, independientemente de mi voluntad, se
terminaba. Las naves c’laaks hicieron su aparición en nuestro
continuum, entrando a máxima velocidad en el Sistema Solar.
Toda la Luna se vio agitada como por un terremoto. Entre los
gladios, era lógico. Claviula nave, escondida tras la sombra lunar,
intercambiaban rápidos y constantes mensajes, preparando el
ataque suicida. Pero, ¿y entre los humanos? ¿Qué podían estar pre-
parando?
«Chistoso» me dio una pista:
—Vozotroz podréireziztir variaz horaz. Todo depende de la
habilidad de los gladioz para atacar y ezcapar conztantemente.
— ¿Atacar y escapar? —repetí, sarcásticamente—. Los gladios
se lanzarán como locos contra... ¡Espera, espeun momento! ¿Qué
es eso de que podremos resistir varias horas...? Las cúpulas se
derrumbarán con un estornudo, y disparar con nuestras armas a las
naves de las «hormigas» será como escupir al cielo...
—Con vueztraz armaz, zí...
— ¿Habéis vendido algo a la Tierra? —insistí.
—Ez pozible. Un buen comerciante también ha de zer dizcreto.
—Pero... ¡Yo era el responsable de Luna! ¡De haber hecho algún
trato, tendría que haber sido conmigo!
—Tú mizmo lo haz dicho, Zcott. Eraz el rezponsable de Luna, no
de la Tierra. Zi algo me guzta de loz humanoz, ez que ziempre hay
alguien dizpuezto a comprar lo que vendez... ¡Zólo tienez que
encontrar al terreztre adecuado!
En todo aquello había algo que no encajaba. Por fin, lo encontré.
Una débil luz en un mar de oscuridad.
—En la nave de los c’laaks e dijiste algo: a los gladios no les
vendéis material bélico de primera por temor a que un día se
vuelvan contra vosotros. Pero, ¿y nosotros? ¿Y los terrestres? ¿No
tenéis miedo de que algún día podamos usar vuestras armas contra
los jerks...? ¿Tanta confianza nos tenéis?
— ¿Confianza...? ¿Qué te hace penzar que confiamoz en
vozotroz?
—Has dicho que nos habéis vendido armas con las que atacar a
los c’laaks...
—No, no he dicho ezo, Zcott.
— ¿Entonces...?
—Pronto lo zabraz.
Y, exhibiendo una maléfica sonrisa en su rostro de Thadeus, se
marchó. Últimamte, ésa era su forma preferida. Parecía creer que,
de esa manera, tendía un puente entre el pabellón de los c´laaks y
nosotros.
De todas formas, no tenía mucho tiempo para preocuparme por
las bromas jeroglíficas de un jerk. Las naves c’laaks estaban
desplegándose en abanico, dispuestas para presentar batalla a
cualqier posible resistencia. Sabían que los gladios habían
destruido al transporte y esperaban su aparición.
La esperaron varias horas, pero no apareció.
Quizás aquel lapso de tiempo no fuese nada para los c’laaks, n estuvieran comiéndose las uñas, destrozándome los nervios, o
arrancándose el pelo de la cabeza, pero yo, sí. Desde las pantallas
gladias de Clavius observábamos las naves c’laaks inmóviles en la
negrura del espacio, amenazantes, obsesivas. Cada vez que me
dirigía a Regnus, él se limitaba a enseñarme los colmillos en una
sonrisa y pedirme paciencia, a repetirme que tenía mucho que
aprender todavía.
Por fin, se recibió una transmisión los c’laaks. Según traduj
«Chistoso», Regnus negó todo el incidente entre sus naves y lo
atribuyó a un error de interpretación en la recepción del mensaje
de auxilio. Sí, habían visto estallar el transporte, pero no sabían cuál
podía ser el motivo. No sé si los c’laaks le creyeron o desconfiaron,
pero no tenían forma de desmentirles.
La flota volvió a ponerse en movimiento en dirección a Luna.
Las imágenes de las naves se agrandaban cada vez más en las
pantallas, dando la sensación de que se precipitaban sobre
nosotros.
En un momento dado, Regnus lanzó un aullido escalofriante y
una de las cámaras se movió hasta enfocar el horizonte lunar.
Rápida como una flecha, deslumbrante como el sol que reflejaba, la
nave gladia cruzó el campo de visión de la pantalla y desapareció.
Todas las cabezas presentes, humanas e inhumanas, volvimos a
mirar la flota extraterrestre. Apenas pudimos observar el paso
rápido del destructor gladio, pero dos, no, tres naves c’laaks
estallaron repentinamente en llamas que se apagon en un
instante por la falta de oxígeno. Una mano gigantesca pareció asirse
sobre los cascos, comprimiéndolos unos segundos para, después,
hacerlos estallar en mil pedazos.
La batalla había empezado. El primer asalto era nuestro. Ahora,
todo dependía de la reacción c’laak. Si nos olvidaban e intentaban
perseguir a los gladios...
Pero no sucedió así. Tres naves se separaron de la maltrecha
formación y se lanzaron tras el ya invisible destructor. Eso dejaba
dos naves más contra nosotros. Mucho más de lo que podíamos
resistir. De nada serviría aquella acción suicida.
En aquel instante, las luces parecieron apagarse para brillar a
media intensidad un segundo después. Todas las instalaciones
lunares estaban conectadas y yo sabía que la sección central estaba
haciendo acopio de energía. ¿Por qué? ¿Para qué?...
Mi atención volvió a ser reclamada por las naves c’laak. Se
hallaban en posición de tiro y no tardarían en brer la base lunar
con todo el fuego cruzado de sus lásers, base lunar que apareció en
una de las pantallas.
La situación era tan tensa que sólo tenía ojos para las pantallas.
Ni siquiera recordaba la presencia de Helen a mi lado» hasta que
sentí sus uñas clavarse salvajemente en mi mano» coincidiendo con
el fuego de las naves atacantes. Creí ver las cúpulas estallar, pero
no... ¡Seguían intactas! ¿Habían fallado el tiro? ¿Qué había sucedido?
Las cúplas empezaron a enrojecer lentamente, hasta despedir
un ligero fulgor anaranjado. Tras unos segundos, volvieron a la
normalidad.
Busqué a «Chistoso» con la mirada, lo cual no era nada fácil
tenienden cuenta su capacidad de cambiar de forma. Di un
respingo al divisar a Mac Pherson, antes de deducir la verdad. Era
mal momento para soportar sus bromas pesadas.
— ¿Qué te parece la zorpreza? —preguntó, exhibiendo una
luminosa sonrisa.
— ¿Qué..., qué fue eso? —indagué a mi vez.
Me explicó:
—Zólo un campo de nueztra invención. El lázer no ez máz que
un rayo de luz concentrada. Zi ze la puede dizperzar y liberarze del
calor zobrante en la operación..., ¡no hay que preocuparze!
Ése era el as en la manga que se habían estado guardando hasta
aquel momento. Aullé de alegría como un gladio.
—Entonces..., ¡resistiremos!
«Chistoso» se encargó de echarme la jarra de agua fría.
—Yo no me alegraría tan rápidamente. De momento ha
reziztido, zí, pero loz c’laakz inziztirán y no zé zi el campo
aguantará.
—Pero...
El jerk cambió su forma rápidamente. La imagen de Mac
Pherson se borró como si fuera engrudo, siendo reemplazada por la
de Thadeus. Eso significaba que tenía malas noticias. De otro modo,
no escogería la imagen de un amigo esperando tranquilizar nues-
tros ánimos.
No pude contenerme. A pesar de saber que era perfectamente
inútil, le agarré por la pechera, levantándole un palmo del suelo.
— ¡Suéltalo todo de una vez, maldito negociante! —le increpé,
fuera de mí.
—Bueno, era una oportunidad única para hacer una prueba
práctica de nueztro campo... Total, no perdíaiz nada.
— ¿Quieres decir que no tiene ninguna garantía?
—No puedez culpar a un honrado comerciante por azegurarze
qzu mercancía ez de primera calidad, ¿no?... Zobre todo, cuando
puedez cobrar una zuma fabuloza por una zimple prueba...
¡No sólo nutilizaban como conejillos de indias, sino que,
encima, teníamos que pagar por tal privilegio!
Levanté el puñpara descargarlo en el rostro de «Chistoso» —o
de Thadeus, como prefieran—, en el momento en que el jerk
emzaba a deshacerse en mis manos. No llegué a descargar el
golpe, pues Helen reclamó mi atención hacia las pantallas.
Los c’laaks lanzaban una segunda andanada contra las cúpulas
y, esta vez, brillaron con un reluciente color carmesí, antes de
volver a la noralidad. En la tercera, el rojo alcanzó tal intensidad
que empezó a amarillear. Tardó mucho tiempo más que antes en re-
cobrar la transparencia habitual.
La áspera mano de Regnus se dejó caer sobre mi hombro:
—Esto se acaba, humano. El campo no resistirá. En cuanto
concentren el fuego suficiente, se fundirá. Lo demás, será..., ¡muy
fácil!
— ¿Y vuestro destructor? —grité—. ¿No puede ayudarles?
—Lo siento, humano, pero sigue ocupado con las tres naves qu
partieron tras él. Ha conseguido destrozar una, pero las demás le
acosan sin descanso. Terminará venciendo, por supuesto, eso no lo
dudamos. Pero cuando se libre de ellas, ya será demasiado tarde.
Los c’laaks se prepararon para su esfuerzo final. Parecían haber
reunido toda la potencia de sus naves, porque la exhibiciófue
brutal. Las cúpulas dejaron atrás el rojo, el amarillo y brillaron co
un blanco demasiado poderoso para que nuestros ojos pudieran
soportarlo. Muy a pesar nuestro, tuvimos que apartar la vista.
Quizá mejor así. Todo taba perdido.
No era agradable presenciar el principio del fin de la raza
humana.
9
—Thadeus quiere hablar contigo.
En principio, no supe quién me estaba hablando. Estaba sumido
en negros y caótis pensamientos.
Poco a poco, conseguí emerger de la desesperación para mirar
el rostro de Helen. Había sido ella.
— ¿Para qué...? ¡Olvídalo! —contesté, desabrido.
—Dice que es importante... —insistió ella.
— ¿Importante...? ¿Importante...? —Repetí, sin entender el
significado de sus palabras—. ¡Ya no importa nada! ¿Es que no lo
entiendes...? ¡Nada!
A través de la neblina provocada por las lágrimas que acudían a
mis ojos, pude darme cuenta de que también Helen estaba llorando.
—Hazlo por él... —rogó—. Quizá sea la última oportunidad de
hablarle...
—Está bien —terminé aceptando, antes de besarla suavemente
y dirigirme a una pequeña pantalla, donde se veía a un agitado y
nervioso Thadeus.
— ¡Tienes que venir aquí, Scott! ¡Tienes que venir rápidamente!
—exclamó, con un brillo de excitación en sus ojos.
— ¡Ir hasta allí es imposible, Thadeus! ¿No sabes lo que está
sucediendo...? —protesté, asombrado.
Por un momento, Thadeus pareció desconcertado:
— ¿Estás hablando de esas tonterías de los c’laaks?
— ¡¿Tonterías...?! ¡Escucha, viejo chocho! Están a punto de...
Thadeus hizo un gesto despectivo, cortándome.
— ¡Bah, no hagas caso! Ya he dado las órdenes oportunas y
terminarán con eso de un momento a otro..., ¡si es que no lo han
hecho ya!
Me giré rápidamente hacia las pantallas gigantes, a tiempo de
ver cómo el fulgor que despedían las cúpulas empezaba a decrecer.
Los gladios, tan atónitos como yo, permanecían en silencio sin dar
crédito a lque contemplaban sus ojos.
Cuando ya era evidente que el cambio se debía al cese del fuego
c´laak, una miríada de aullidos restalló en la amplia sala reverberando increíblemente por los muros. Al día siguiente,
apenas podía hablar debido a una fuerte ronquera. Así que supongo
que me debí unir a ellos, pero mi euforia era tal que ni siquiera me
di cuenta en aquel momento.
Thadeus reclamó mi atención. La alegría debía reflejarse en mi
rostro, porque frunció el ceño impaciente.
—No sé a qué vienen tantos aspavientos... ¡Ya te lo había dicho!
¿Qué ha ocurrido? ¿La Reina-Madre...?
— ¡Naturalmente!
Si hubiera estado allí, le habría besado.
— ¡Thadeus, eres gran! ¡Nos as salvado a todos!
Por primera vez desde que habíamos empezado a hablar,
Thadeus pareció desconcertado.
— ¿Yo...? ¿Por qué os he salvado?
—Pero..., ¿no has curado a la Reina-Madre? ¿No ha cesado el
ataque por eso?
— ¡Mmmmh...! No, exactamente...
Ahora me tocó a mí el turno de asombrarme.
—Entonces, ¿qué ha sucedido? ¿Ha habido cambios, o no...?
¡Explícate de una vez!
—No puedo, muchacho, de verdad. Sí hay novedades, pero no sé
lo que sucede. Ven lo más rápido que puedas...
Y cortó la comunicación.
No me moví de delante de la pantalla hasta que Helen me agitó
por los hombros.
— ¿Le has oído...? —pregunté, todavía sin reaccionar.
—Sí. Y lo mejor es que hagamos lo que dice.
Nos abalanzamos sobre Regnus, pidiéndole, rogándole,
suplicándole que nos llevase al Mar de las Lluvias. Eprincipio se
mostraba reticente. Según él, todo aquello podía ser un truco de los
c’laaks, podían estar esperándonos en la bóveda de la Reina-Madre
para acabar con nosotros, podían emboscarnos por el camino,
podían atacarnos desde el espacio...
Cuando me cansé de sus sospechas, planes y contraplanes,
aqué su punto débil: si tenía miedo de todo aquello, si no se
atrevía a presentar batalla, en caso de que sus conjeturas fuesen
ciertas, iríamos Helen y yo, aunque fuese a pie.
Un segundo después, Regnus daba órdenes en toda su gama de
aullidos, gruñidos, ladridos y rugidos. No tardamos más de cinco
minutos en estar a bordo de una pequeña nave de caza,
aprisionados entre Regnus y varios de sus hombres.
El Mar de las Lluvias parecídesierto cuando llegamos allí. No
había ni humanos, ni c’laaks a la vista y los gladios extremaron sus
precauciones mientras nos acercábamos a la bóveda, lenta y
cautelosamente.
Al abrir las puertas del recinto, comprendimos el motivo de no
er visto alma terrestre o alienígena, daba la impresión de que se
había reunido allí cuanto humano o c´laak se encontraba en la Luna.
El local estaba absolutamente atiborrado de cuerpos que nos
impedían ver lo que ocurría en su parte central.
Bastó una mirada entre Regnus y yo para que sus hombres
ezasen a abrirnos paso. Por las malas, directamente. A
empujones, patadas y codazos logramos llegar hasta las amplias
cristaleras que dividían la amplia sala.
Ya no había agitación en torno a la Reina-Madre, ya no había
revuelo de batas blancas, ya no había solícita asistencia. El único
movimiento provenía de la propia Reina.
El cascarón reseco se agitaba espasmódicamte a intervalos
irregulares, como si la vida que se encontraba en su interior se
retorciera en agónicos espasmos, como si luchase contra su propia
prisión... ¿Quién podía saberlo?
Thadeus nos divisó y corrió hacia nosotros prestamente.
— ¿Comprendes ahora? Es algo inexplicable... —soltó, a modo
de saludo.
— ¿Cuándo empezó? —pregunté, sabiendo que era inútil
interrogarle sobre el significado de aquello.
—Hace varias horas. Y, cada vez, los espasmos son más
frecuentes y las grietas más amplias...
Me fijé en ellas. Toda la superficie de lo que había sido el
abdomen de la Reina-Madre, estaba surcada por una red de fisuras
sin ninguna pauta reconocible.
En un momento dado, la agitación se intensificó a ojos vista y las
grietas dividieron aquel caparazón muto en múltiples pedazos,
cohesionados por alguna especie de materia gomosa y húmeda que,
finalmente, acabó por ceder.
Los pedazos fueron cayendo al suelo uno a uno, abriendo un
boquete oscuro del que empezó a surgir una masa informe, extraña,
desconocida. De aquella extraña masa, parecieron extenderse unas
largas y delgadas patas que se asentaron en el caparazón.
Nadie se movía en el pabellón, nadie hablaba. Habría podido
jurar que nadie siquiera respiraba, esperando, con una mezcla de
curiosidad y precaucn» lo que vendría a continuación.
Y cuando sucedió, la maravilla se apoderó de todos nosotros.
Un desconocido sistema circulatorio empezó a bombear la extraña
sangre verduzca de los c’laaks y, poco a poco, dos pequeñas
protuberancias situadas en el lomo de aquella cosa monstruosa,
fueron agrandándose, desplegándose, elevándose hacia el techo,
hasta tomar forma alada. Sí, eran dos alas gigantescas resplandecientes hermosas más allá de cualquier belleza conocida,
que se agitaron provocando una lluvia de polvo iridiscente que nos
bañó de una calidez inigualable.
El período de vida de una Reina-Madre era tan vasto, tan
inimaginable, que ni lpropios c’laaks habían registrado en sus
archivos su metamorfosis. No había existido enfermedad, descuido
o negligencia. Allí en aquella luna» nuestra Luna, se había de-
sencadenado un proceso natural, biológico, que daba como
consecuencia el nacimiento de un nuevo ser. La Reina-Madre de los
c’laaks ya no era un «gusano inmundo», ni un «salchichón gigante».
Si alguien quiere saber mi definición, creo que la única palabra que
podría describirla, era..., ¡una diosa!
¿Alguna vez, hace miles —quizá millones de años— se había
oducido un cambio similar? No lo sabía, pero quizá éramos l primeros  en  presenciarlo.  Fuera  como fuese» podíamos
considerarnos unos privilegiados.
Aparté los ojos con esfuerzo para mirar a mi alrededor y me
encontré con la misma hipnotizada mirada en todos los ojos:
humanos, gladios y facetados.
Pero, entre todos los rostros, destacaba uno.
No, no era el de Helen. Era de Regnus.
Regnus el gladio, el salvaje, el guerrero, el asesino, el orgulloso...,
¡estaba llorando emocionado!
EPÍLOGO
Desde entonces, las cosas han cambiado un poco.
Mac Pherson dejó de pedir mi cabeza en cuanto se supieron mis
esfuerzos por evitar el desastre. Thadeus insistió, una y otra vez, en
que sólo mis maniobras dieron tiempo suficiente para que se
completase la metamorfosis de la Reina-Madre de los c’laaks. Po-
siblemente, fue la primera vez que felicitaron a alguien por crear
cuantos más problemas mejor.
Lo que una vez fue un «salchichón gigante» sigue con nosotros,
aquí, en la Luna. Su morfología resultó ser demasiado débil y frágil
—como todo lo bello— para soportar un viaje espacial. Antes del
incidente, sólo éramos una curiosidad novedosa. Ahora, además de
ser la meca de una peregrinación constante de c’laaks, nos hemos
convertido eatcción turística universal. Pocas razas
galácticas tienen una maravilla similar que ofrecer en sus lunas.
Thadeus ha sido nombrado «cuidador» vitalicio de la madonna
galáctica, a pesar de sus protestas. No porque el cargo no le gustase,
sino por la prohibición de fumar sus hediondos puros en el ex
recinto de las «hormigas». Tuve que soportar su mal genio una tem-
porada, pero no me preocupó por él. Sobreviviría.
Como también sobrevivirían los c’laaks. Siguiendo su peculiar
forma de pensar, no se preocuparon demasiado de las bajas
sufridas  en  los  incidentes.  Eran  tan  desechables  como
imprescindible su Reina-Madre, pero hasta eso pudimos solucionar.
Su similitud con algunos de los insectos terrestres era mucho
mayor de lo que habíamos imaginado. Sólo tendrían que «cebar»
adecuadamente a alguna de sus larvas para disponde una nueva
Reina. Tardarían algunos años en conseguirlo, pero se lograría.
Helen estaba trabajando en ello.
«Chistoso» también sigue con nosotros, convertido en una
especie de embajador permanente de los suyos. Aunque llamarle
«embajador» no es más que un eufemismo.
Sigue siendo un negociante despiadado y un bromista
detestable.
Ayer, por ejemplo, estaba intentando cobrarme por enésima vez
su ayuda durante la crisis cuando llegó Helen. Me levanté para
recibirla, pero al llegar frente a ella pude observar que tenía los ojos
desencajados mirando hacia algo que se encontraba detrás de mí. Al
volverme, vi que el jerk había desaparecido. En su lugar, se
encontraba Ramona, mi ex secretaria, desnuda como vino al mundo
y en una postura que yo calificaría como..., bueno, digamos
«extravagante» para ser suaves. Quise disculparme, explicar que
sólo era «Chistoso», pero cuando desperté ya shabía ido. No tengo
la mandíbula fracturada, pero todavía me duele su puñetazo.
No sé si fue una muestra de su pésimo humor, o una vganza
ante la imposibilidad de cobrar mi deuda, pero si alguien sab dónde se ha escondido, ruego que me lo comunique. Primero le
explicaré que no dispongo de varios cientos de millones de dólares
para saldar la cuenta y, segundo, le machacaré los sesos o lo que
diablos utilice para pensar.
Eso sí, si lo saben, díganmelo de prisa porquno tengo mucho
tiempo. Por fin han decidido que somos dignos de ser presentados
ante la comunidad interestelar y aquí estoy yo, Scott Larsen, al
frente de la embajada terrestre ante su majestad el Universo.
¿Cuáles han sido mis méritos para obtener semejante respon-
sabilidad...? Digan lo que digan los demás, creo que me la endosaron
a mí porque no encontraron a otro lo suficientemente loco como
para aceptar el puesto.
FIN

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